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Un madrileño universal

La Razón
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El día 27 de septiembre, Madrid se ha convertido en la sede de la beatificación de un madrileño universal: Álvaro del Portillo. El cardenal Amato, como delegado de nuestro querido Papa Francisco, lo inscribió en la lista de los beatos de la Iglesia, ante miles de personas reunidas en Valdebebas.

Esta celebración eclesial reviste un carácter universal y local al mismo tiempo.

El nuevo beato tiene hondas raíces en este país y especialmente en Madrid, donde nació. Aquí estudió en el colegio de los Marianistas primero y en la Escuela de Ingeniería de Caminos después. Recibió la Primera Comunión en la iglesia de la Concepción, recientemente erigida como basílica. El Parque del Retiro conoció sus juegos infantiles y sus idas y venidas como estudiante, desde su casa a la Escuela de Caminos. Y los poblados de chabolas y barrios extremos del Madrid de los años treinta fueron testigos de su desvelo por los más pobres y necesitados.

Al mismo tiempo, esta beatificación tiene un alcance universal, porque Álvaro del Portillo difundió la semilla del Evangelio por los cinco continentes. Eso explica que hayan anunciado su presencia personas provenientes de más de ochenta países.

¿Qué supone para la Iglesia esta beatificación? Es, en primer lugar, un acto de acción de gracias a la Santísima Trinidad, por los dones con que la bendice. Uno de esos dones es la vida de las mujeres y de los hombres santos. Además de suponer un motivo de gozo para los cristianos, la Iglesia desea, sobre todo, que constituya un impulso para que todos los bautizados, los cristianos corrientes, se involucren –con responsabilidad personal– en mejorar la sociedad civil con la luz vivificadora de las enseñanzas de Jesucristo, ya que no cabe separar la fe de la conducta de los cristianos en sus profesiones, en sus trabajos.

El nuevo beato vivió y predicó el espíritu del Opus Dei, que recibió directamente de san Josemaría: todos tenemos una llamada de Dios, una misión que llena de sentido nuestras vidas, aparentemente anónimas. Esa misión consiste en descubrir la amorosa solicitud de ese Dios que nos espera en la familia, en el trabajo, en las amistades, en las relaciones sociales, deportivas, etc. La santidad –recordaba Álvaro del Portillo– no consiste en alcanzar una especie de «perfección» que nos sitúe por encima de los demás, sino en cultivar el amor que nos coloca al servicio de todos los que nos rodean.

La Iglesia desea que las beatificaciones constituyan para todos los asistentes, y para los que las sigan por los medios de comunicación, un motivo de encuentro personal con Dios y un estímulo en su existencia cristiana.

Dios concedió al nuevo beato notables cualidades intelectuales: además de ser ingeniero de Caminos, era doctor en Filosofía y Letras y doctor en Derecho Canónico. Trabajó intensamente en diversas comisiones del Concilio Vaticano II y estuvo especialmente ligado a tres papas excepcionales del siglo XX: san Juan XXIII, san Juan Pablo II y al que veneraremos dentro de pocas semanas como el beato Pablo VI, quien fue su primer amigo al llegar a Roma en los años cuarenta. El gesto de san Juan Pablo II, que acudió a orar ante sus restos mortales el mismo día de su fallecimiento, puso de relieve su gran estima por este nuevo beato.

Álvaro del Portillo supo dedicar su vida al servicio de Dios y de las almas: una actitud constante, fruto de su correspondencia libre y generosa a la gracia del Señor día tras día, porque no hay personas que nazcan con madera de santo –como escribió san Josemaría en «Camino»– y otras que no. Dios nos llama a todos –a todos, sin excepción– a la plenitud de la caridad, y quiere llevar a cabo, con la pobre madera de nuestra vida, una obra de arte, fruto de la gracia y de la personal respuesta de cada una, de cada uno... si le dejamos. Dios quiere sacar de nosotros, evocando las palabras del poeta, «nuestro mejor yo». Ese mejor yo es el que se identifica plenamente con Jesucristo, el que se deja moldear por la gracia y busca en todo momento realizar en su caminar el mandato divino del amor al prójimo.

En esto se compendía lo que hizo Álvaro del Portillo, hombre fiel a Dios, a la Iglesia, a san Josemaría y a su carisma con una fidelidad dinámica, creativa y renovadora. Su estatura humana, profesional y eclesial no le alejó de la gente; al contrario, su sencillez, su humildad, su naturalidad, su amable buen humor y su espontaneidad de carácter favorecían que conectase fácilmente con los demás y que entablara desde el primer momento una relación de confianza y amistad con numerosas personas.

Por esa razón, para muchos de los que le conocieron, la asistencia a esta beatificación, tiene el sabor de la gratitud. Son personas que escucharon de sus labios un consejo personal o unas palabras de aliento en momentos difíciles; que se sintieron confortadas en su fe cuando todo parecía derrumbarse a su alrededor, que se han sabido sostenidos por su oración y por su cariño humano.

Le escucharon hablar de Dios en los más variados enclaves del mundo: en Nagasaki, Texas, Lima, Nairobi, Tallin o Sidney; en diversos países africanos o caminando a su lado por las calles de Roma. Desde entonces, el ejemplo y las palabras de don Álvaro han quedado en sus almas como una siembra de amor a Dios y un estímulo constante para servir al Señor y a los demás.

Sus años junto a san Josemaría le transformaron en heredero de su gran amor a toda la Iglesia. Después, como Prelado del Opus Dei, continuó la expansión de la Obra en comunión con los obispos. Son conocidas también sus muestras de afecto y veneración por la vida religiosa. Los religiosos y las religiosas ocuparon un lugar muy especial en el corazón del próximo beato, que espoleaba sin cesar, al mismo tiempo, a los laicos para que estuvieran presentes en todos los sectores de la sociedad, con el deseo de construir, codo con codo con sus conciudadanos, un mundo más solidario, más justo y más humano.

Junto a su fidelidad al querer de Dios, quisiera resaltar el profundo sentido de la misericordia de don Álvaro. Su corazón cristiano le impulsaba a desvelarse por resolver, en la medida de sus fuerzas, los problemas humanos y sociales con los que se fue encontrando a lo largo de su vida. Esa actitud de profunda caridad cristiana, unida a su sentido exigente de la justicia, alejada de lamentos irresponsables y de actitudes acomodaticias, cuajó en numerosas obras de ayuda y promoción social repartidas por los cinco continentes, a favor de los más necesitados.

Desde muy joven dedicó muchas horas a la atención de familias pobres y niños abandonados de Madrid. Y lo cumplía mientras compatibilizaba sus estudios de Ingeniero de Caminos con su trabajo como Ayudante de Obras Públicas, para contribuir en el sostenimiento de su familia.

Aprendió de san Josemaría a no pasar indiferente ante el rostro amargo de la pobreza, la miseria o la injusticia. He tenido el privilegio de ser testigo de cómo contemplaba, durante sus viajes de catequesis por el mundo, a las gentes que se desenvolvían en situaciones impropias de la dignidad humana. Después de tratarlas con afecto, de rezar por ellas, ponía los medios a su alcance para remover el corazón de las personas que le rodeaban, animándoles a dar una respuesta justa –por lo tanto, cristiana– a aquellos retos. Y así fueron naciendo –fruto de su aliento y del trabajo de tantas personas, creyentes y no creyentes– hospitales, dispensarios en zonas marginales, centros de promoción profesional o para mujeres de escasos recursos, iniciativas para la atención de ancianos, de niños de la calle, bancos de alimentos, cuidado de los enfermos abandonados...

En estos tiempos de dificultades y esperanzas, deseo que todas las personas que participen en la beatificación de Álvaro del Portillo experimenten la alegría de una Iglesia viva, joven y bella en el ejemplo de sus santos y descubran el gozo del seguimiento de Jesucristo en medio de las circunstancias corrientes de cada día.