Alfonso Ussía

Renuncia

La Razón
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Rajoy no renuncia. Sánchez no renuncia. Los estalinistas y los separatistas no renuncian. Tan fácil renunciar por lo mínimo y tan difícil por lo máximo. No les voy a dar el tostón con la política. Sí a recordar la grandeza humilde de una renuncia.

Se apagó ayer Ignacio Muguiro Gil de Biedma, el «Padrecito Ignacio» como le decían en Perú. A los quince años, con todas las comodidades en su entorno y una inteligencia clara, creyó ver a Dios. No lo dudó. Lo había visto. Obtuvo un permiso especial y terminó el bachillerato a los quince años de edad. Su padre era don Antonio Muguiro y Muguiro, capitán del Arma de Caballería y de los Húsares de la Princesa. Su madre, doña María Gil de Biedma y Becerril, hermana del conde de Sepúlveda. Nacieron once hermanos antes que él, que llevaba el farolillo rojo de la familia. Ingresó en el Seminario de la Compañía de Jesús. Dios no se desdibujó en su mirada. Terminó sus estudios teológicos con brillantez, y decidió renunciar a las comodidades y la cercanía de los suyos para encontrar de nuevo en Perú el rostro que le había enamorado. Cincuenta y siete años entre Lima, Cuzco, las cumbres y las selvas. De extraordinaria cultura y palabra fácil, con un acento castellano resistente, que apenas cambió con la distancia. Otros renunciaron también. Hijos de familias pudientes se abrazaron en su vocación. En Perú, los también jesuitas Antonio Hornedo, Obispo del Marañón, comillano de cuna. Y los padres Eguilior, Egusquiza, otro Muguiro... Muy de cuando en cuando visitaba España y toda la numerosa familia se reunía y se rifaba su presencia. Era alto, guapo, macho y con voz de marido, como le gustaban los curas a Cela. Su hermana anterior, Pili, es la bisabuela de mis nietos.

A los pocos días de estar en Madrid deseaba volver. Fue el Provincial de la Compañía de Jesús en Perú durante cinco años agotadores. Se abrió el frente en los discípulos de Iñigo de Loyola, Francisco Javier y Francisco de Borja. Unos, como el padre Ellacuría, optaron por la Teología de la Liberación, que admitía el recurso de la violencia. La mayoría, entre ellos el padre Ignacio, se dedicó a llevar la palabra de Dios a los lugares más recónditos del Perú sin otro objetivo que el de la misión. En una ocasión, recorriendo el camino que separaba una aldea de otra, se topó con las antorchas trotonas que portaban los terroristas de Sendero Luminoso, liderados por Abimael Guzmán. Lo detuvieron. Uno de los senderistas lo reconoció. Había sido alumno suyo años atrás. «Dejadlo en paz. Es el Padrecito Ignacio, un hombre de Dios». El cabecilla rechazó las palabras de su compañero. «Dios no existe». Y el senderista insistió: «En el Padre Ignacio Dios existirá siempre». Le dejaron el camino libre.

Su palabra era culta y divertida. Tenía un asombroso sentido del humor, irónico y certero. En sus homilías, mezclaba la sencillez con la teología y la literatura, y citaba a Ortega, a Unamuno, Lorca, Zubiri, Kant y Lorca, sin dificultad alguna. Gran amigo por la familia del también jesuita Ramón Ceñal, el místico de la sencillez, al que jamás le brotó otra cosa que el perdón por sus cinco hermanos asesinados por las Brigadas del Amanecer. De Federico García Lorca, que jamás olvidó la siembra cristiana de su infancia. «Jesucristo, iré detrás de los montes, de las estrellas y los mares para pedirte, Cristo Señor mío, que me devuelvas mi corazón de niño, el del sable de madera, el del gorro de paja». Y también la nostalgia de la niñez de Unamuno, el propagador de dudas que no tenía: «Agrándame la puerta, Padre, porque no puedo pasar. La hiciste para los niños y yo he crecido a mi pesar. Si no me agrandas la puerta, achícame por piedad, y devuélveme a los tiempos que viví para soñar».

Lo recuerdo en casa viendo un partido de fútbol, entre una multitud de hermanos, primos y sobrinos. El Real Madrid le ganó al Atlético por cuatro goles a uno. Sabía que en su familia había partidarios de los dos equipos, y mantuvo una serena neutralidad hasta el cuarto gol del Real Madrid, que celebró con entusiasmo. «Lo siento, colchoneros, pero a veces es imposible contenerse». «Tío Ignacio, esto no te lo perdono», le dijo un sobrino atlético, de prematuras canas por sus sufrimientos futbolísticos. «Rezaré para que me perdones, Pepe».

Lo tuvo todo y renunció a todo cuando a los quince años ingresó en el Seminario. Fue jesuita ordenado durante cincuenta y siete, de los cuales cincuenta y cinco los pasó en las misiones del Perú. «No me siento lejos de vosotros porque todas las noches, en mis oraciones, todos estáis a mi lado». Era un santo sin propaganda para ser considerado como tal. En la madrugada de anteayer, se incorporó de su camastro para iniciar sus rezos y su gran corazón le anunció que el final del principio había llegado.

Renunció a todo menos a la cruz de madera que llevó siempre sobre su pecho. «Mi única riqueza». «Sólo tengo miedo a los aviones y a la muerte. A los aviones porque sí, y a la muerte, porque no sé si habré dado lo que Dios me ha pedido». Tranquilo, Ignacio, que vas hacia el rostro que te enamoró con las alforjas llenas.