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"El arte de envejecer" de Sánchez Dragó
Último artículo de Fernando Sánchez Dragó publicado en A TU SALUD
Pues sí: envejecer es un arte, y un arte, pardiez, que no está al alcance de todo el mundo.
A mi alcance, por ejemplo, no lo está, y eso, aunque suene petulante o provoque envidia, es una calamidad.
La vida discurre o debería discurrir al hilo de varias etapas: concepción, gestación, alumbramiento, lactancia natural o artificial, niñez, adolescencia o pavo, juventud, madurez, ancianidad, acompañada o no por la senilidad, y muerte.
Yo he pasado por casi todas ellas, menos por la dos últimas.
Doy mi palabra de que no lo digo por jactancia, sino en son de queja: tengo ochenta y seis años y bastantes meses, pero por más esfuerzos que hago para adentrarme de una vez por todas en ese período de suave, serena y plácida rutina que es la vejez, no me salgo con la mía.
Ya en la universidad me decían mis coetáneos que mi aire juvenil era insultante y que había nacido con una flor en el culo. Eso también me lo dice mi novia ahora ‒ella sabrá‒ desde lo alto de sus treinta añitos primorosos, y la quinta que tuve, allá por los veintiséis, que era italiana, me llamaba, no sin algo de sorna, «l’eterno ragazzino» y además, con una chispita de cariñoso acíbar, «il ragazzo piu hemingwayano della costa».
Bien me está, claro, pues tengo, por añadidura, un hijo, el menor, de diez años, y sigo trabajando doce horas diarias todos los días del año. Columnas, libros, lecturas, charlas cursos…
Cosas, todas ellas, lo de la novia, lo del hijo, lo del trabajo, que son impropias de mi edad.
Y, encima, sueño con irme a Ucrania.
Achaques y averías, por supuesto, no me faltan, pero su repercusión, de momento, es llevadera. Mientras la cabeza y el pito funcionen…
¿Será cuestión de genética, de suerte, de karma, de baraka o debido a las cuarenta y ocho píldoras, casi todas de herbolario, que ingiero día tras día? No lo sé, pero las personas con las que tengo trato consideran una bendición, yo lo tengo por maldición.
Vuelvo a dar mi palabra. Añoro, sin haberla conocido la vejez, e imploro a los dioses que me concedan ese don: sentado yo todo el día en una butaquita, con buenos libros a mi alcance, sosiego, silencio, soledad y dolce far niente. De vez en cuando, si acaso, una película antigua en la tele, unos boleros, un chupito de vodka frío y una partida de ajedrez con mi lobezno.
Pero nada… Que no hay forma. ¿Anda por ahí alguien que me enseñe a envejecer?
Pago bien.
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