Iglesias cerradas
Y Dios susurró en la tempestad
La iglesias cerraron, pero la Iglesia nunca cerró. Y la entrega de religiosos y laicos ha visibilizado la labor social al rescate de las colas del hambre
Un hombre solo. En una plaza vacía. Aislado. Como los millones de personas que le siguen al otro lado de la pantalla. Con la sensación de no saber dónde acabará todo esto. Ni tan siquiera de si acabará. Miedo. Incertidumbre. Vulnerabilidad. Sentimientos compartidos en la distancia. «Nos encontramos asustados y perdidos». Voz pausada con un eco ensordecedor. Con la tentación de pensar que se predica en el desierto. Para clamar al cielo. Para exigir respuestas de lo alto. Para cuestionarse si hay algo o alguien allá arriba. «Mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: ‘Despierta, Señor’».
En la tarde del 27 de marzo, Francisco entra en la historia. Pónganle mayúsculas si se aprecia al Pontífice que preside un ‘Urbi et orbi’ extraordinario. Pero Bergoglio es más de minúsculas. Porque con esa oración en medio de la tormenta se cuela en la intrahistoria de quien llora o se duele en el sillón de su casa. Ese pastor que se sabe visto por las 99 ovejas que están fuera del redil de la fe. El líder global que va más allá de lo moral para despertar conciencias y «misericordiar» corazones. Y que consuela con la mirada en el Cristo de la «Gran Peste». El único que le acompaña en San Pedro. Pero también zarandea con su tirón de orejas, porque ve el grito de un mundo enfermo que se cree todopoderoso y condena a los pobres. Y le ofrece un plan para resucitar. De la mano del Dios de la vida, que habla, aunque parezca estar callado. «Entreguémosle nuestros temores, para que él los venza».
Cura de esperanza a una humanidad que ha sido puñalada en su ombliguismo. El Papa acoge el dolor de muertos, enfermos, parados… Como esa columnata de Bernini que abraza al que entra. Una Iglesia abierta de par en par aunque las iglesias estén cerradas en ese instante, porque no se sabía por dónde se podía colar el bicho.
Pero la Iglesia no paró. Ni un instante. Ha seguido pico y pala. Con capellanes que se la jugaron para dar calor lo mismo en la UCI que en tantos duelos condenados a la distancia. Y unos cuantos perecieron en su entrega. Con monjas de clausura –o mejor, la vida contemplativa–, alternando sus oraciones de consuelo por tanto dolor con un cosido improvisado de mascarillas para salir al quite. Y tantos cristianos de a pie que sostienen a este país y que se han partido el pecho por el prójimo.
Porque las cajeras, los médicos, las enfermeras de urgencia, los camioneros… son mujeres y hombres creyentes que con su trabajo y su vida cotidiana hacen realidad ese abrazo divino. Que bendicen al otro. Que se hacen la señal de la cruz. Que rezan su Padrenuestro al levantarse o al acostarse. Que llevan al cuello a su Virgen. Los santos de la puerta de al lado, que dice el de Roma. A todos ellos los reconoce hasta el CIS de Tezanos, donde seis de cada diez españolitos dicen creer en el Jesús de las Bienaventuranzas. Que ellos también son y construyen Iglesia y país. Que esto de creer en el Altísimo, pero también en el humillado, es cosa de todos. En la primera línea de la solidaridad. Qué narices. Caridad. En grado superlativo de entrega. Cuando la economía frenó en seco, obispos, sacerdotes, religioso y laicos echaron el resto. Y así es hasta hoy. Agotando toda reserva de alimentos y roperos. Como principal institución que ha plantado cara a las colas del hambre, cuando las administraciones no sabían ni cómo gestionar un mínimo ingreso vital.
El aforo limitado y el distanciamiento impidió atender en un primer momento con dignidad al que se había quedado sin un euro. Pero, en cuanto ha estado en su mano, Cáritas y las demás plataformas sociales católicas han borrado las filas de los exteriores. Cambiándolas por atención al domicilio, economatos y tarjetas solidarias. Para que la marca de miseria no sea estigmatización pública de sentirse señalado por estar con el carro de la compra a la vista del barrio.
Ahora las colas se hacen de puertas para adentro. Pero no han desaparecido. Solo en este año la ong eclesial ha visto como llamaban a su puerta 500.000 pobres de nuevo cuño. Las «kellys» de los hoteles chapados. Los que trabajan en negro. Los sin papeles. Y los que ya estaban en el paro antes. A ninguno se ha dejado en la estacada.
Labor callada. Sin alardear. Evitando todo exhibicionismo. Pero premiada por unos españoles que no han dudado en marcar todavía más una casilla de la renta que algunos cuestionan. Referéndum anual que se salda con 100.000 contribuyentes más. O con 65 millones de euros entregados a fondo perdidos a la ong eclesial, por quienes saben que no se pierde un euro por el camino.
La Iglesia, durante la pandemia, a lo suyo. A lo suyo, que son los últimos. Sin distraerse con los divertimentos electoralistas empecinados en buscarle las cosquillas, lo mismo con las inmatriculaciones que con reformas fiscales. Sombras de sospecha para una institución que se sabe pecadora, pero que intenta ser transparente con su cepillo. Y lo demuestra.
Aun así, mano tendida para el diálogo. Sin renunciar a los principios de uno, pero buscando tender puentes. Y lealtad ante la emergencia sanitaria. Esa que promovía el arzobispo castrense, Juan del Río, una de tantas víctimas del virus. Con estilo Omella y Osoro como sello de una cultura del encuentro. Colaboración honesta, a pesar de otros envites como la ley Celaá, que ahoga la libertad de elección de la concertada y arrincona a la asignatura de Religión, o los descartes que traerá consigo la eutanasia. Moncloa buscaba un enemigo con imagen de inquisidor y se ha topado con un Pepito Grillo que no se distrae con batallas de urnas y legislaturas de corto alcance.
Con «Fratelli tutti» erigida como hoja de ruta para un mundo postcovid. Con Irak como primera meta volante. Una encíclica que se fraguó en aquel silencio de marzo a un hombre que escuchó entonces y ahora el susurro de Dios.
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