Opinión

Ricas

Imagen de la piscina de un hotel de lujo
Imagen de la piscina de un hotel de lujoLa Mamounia

Ayer pasé la tarde en un gimnasio de lujo solo para mujeres. Hacía muchos meses que no me metía en el agua, había olvidado lo que se siente nadando. Fue increíble, redescubrí que ahí, en el agua haciendo largos, es donde mejor respiro; que respirando bien tienes una resistencia asombrosa; que el aire, el agua y el fuego nos colocan el cuerpo y el espíritu. Pero sobre todo redescubrí, mientras meditaba debajo de los chorros del spa, la suerte que tienen los ricos. Allí, con las luces tenues, el silencio obligado y el masaje acuático, olvidé que había pandemia. Olvidé que afuera mucha gente luchaba contra la soledad y la tristeza de un año terrible.

Qué bien viven los ricos, pensé, mientras merendaba en la cafetería luminosa del gimnasio de mujeres, qué de consuelos da el dinero. Yo me considero una afortunada de la vida porque, aunque carezco de metal redondo, he conseguido vivir de lo que me gusta, el Teatro, y haciéndolo también me olvido de los males que nos aquejan. El problema es que para hacer teatro tienes que luchar a brazo partido día a día, lleves el tiempo que lleves y tengas la trayectoria que tengas. Debe ser que dedicarte a lo que te gusta es un privilegio que, como todos, tiene su otra cara. Y hablando de caras, en este gimnasio maravilloso para gente con dinero y tiempo, confirmé que hay penas inevitables. A la salida, cogiendo el ascensor de luz fría, inmensa y blanca, vi mi rostro reflejado en el espejo. Espantada vislumbre todas mis arrugas, mis manchas, mi yo curtido nítidamente. Sí, eso lo verán también las ricas cuando tomen ese ascensor. No hay dinero que engañe al espejo.