La Opinión de Marina Castaño

De Carlos III a Alcaraz

Este que hemos dejado atrás ha sidoun fin de semana como para no apartar la vista del televisor

Camila Parker en la coronación de Carlos III.
Carlos III y Camila Parker, camino a la abadía de Westminster el pasado sábadoGtres

Éste que hemos dejado atrás ha sido un fin de semana como para no apartar la vista del televisor. Hemos tenido por un lado toda la pompa y circunstancia en la coronación de Carlos III, un ejemplo tanto de amor a la tradición como de respeto y deseo de continuidad de una monarquía que en siglos ha sido un referente para el pueblo. Un ejemplo, también de que, aunque no siempre ocurre, las cosas acaban poniéndose en su sitio.

Lo vemos en una historia que estuvo trastocada durante un tiempo, por la que nadie apostaba ni un penique, pero que, como en muchos relatos, acaba con un buen final. El matrimonio Real son ejemplo de ello y la culminación del sábado fue el reconocimiento de que, cuando un sentimiento es verdadero y de solidez pétrea, no hay tsunami que pueda abatirlo. Tan sólido como la institución monárquica, pese a príncipes díscolos, como Harry o Andrés, o miembros añadidos que echan los pies por alto y quieren reventar cientos de años de tradición, digamos Diana, Meghan o Sarah.

Allí, al lado de los acantilados blancos de Dover, el paso de los años acaban colocando a cada cual en su sitio. ¡Qué suerte! No siempre ocurre de esta manera. Debe ser que no se pone suficiente empeño o que el peso del respeto cae más hacia unos lados geográficos que hacia otros. Da mucha envidia todo, especialmente los protagonistas, que en esta banda territorial han optado por lo low cost y bocata de mortadela con refresco de cola marca blanca.

Sin embargo nos consuela lo deportivo, que es de primerísima. El Real Madrid y el niño Alcaraz nos dan muchas alegrías, colocándonos en los primeros lugares del mundo, recogiendo el cetro y el orbe que otros van dejando, como Nadal, y manteniendo a la afición ilusionada y con ganas de más espectáculo, como supo hacerlo Isabel II, quien en sus setenta y dos años de reinado hizo perdurar la representación permanente de una monarquía que mantenía una fórmula perfecta de lejanía cercana. La realeza no tiene por qué compadrear con la calle, pero sí guardar la sensación de afecto hacia todos y eso es muy difícil de conseguir.