Castilla y León
Cazadores en peligro de extinción
El activismo animalista y la indiferencia de la Administración están cercando una actividad que cada vez cuenta con menos adeptos. LA RAZÓN habla con ellos para conocer la situación del sector.
El activismo animalista y la indiferencia de la Administración están cercando una actividad que cada vez cuenta con menos adeptos. LA RAZÓN habla con ellos para conocer la situación del sector.
Desde hace unos años, con el auge del activismo animalista, la caza está bajo el punto de mira y el ruido social ha provocado que el debate sobre la idoneidad de la actividad cinegética se cuele en la esfera política. Mientras que a nivel estatal el Gobierno de Pedro Sánchez contribuye a alimentar el imaginario que presenta a la España cazadora como «casposa» –palabra utilizada por el ministro de Fomento José Luis Ábalos–, a nivel regional los partidos convergen en este asunto. Se ha visto esta semana con la decisión de una jueza de suspender la caza cautelarmente en Castilla y León. A sabiendas de las consecuencias que esto podría ocasionar en una comunidad donde 8.000 personas trabajan de ello y cuyo volumen de negocio supera los 500 millones de euros, casi todo los partidos (PP, PSOE, C’s y Unión del Pueblo Leonés) se unieron para dejar sin efecto la medida. Lo hicieron por vía rápida impulsando una Proposición de Ley, que si bien no contó con el voto favorable de Podemos, su líder, Pablo Fernández, le mostró su apoyo. La política regional sabe que no puede hacer juegos ni ponerse de perfil ante la caza. Valga un ejemplo: el propio presidente de Castilla-La Mancha y hombre fuerte del PSOE, Emiliano García Page, salió en su defensa como un «auténtico muro de contención contra el despoblamiento», pese a que su colega, la ministra de Transición Ecológica, Teresa Ribera, amenazase con prohibirla junto a los toros.
Pero fuera del juego político, son los cazadores y los que viven la caza, no como un hobby sino como «un verdadero estilo de vida», los que sufren los ataques de un lobby ecologista que, «pese a ser minoritario», ha conseguido doblegar a la opinión pública y a la Administración. Así lo expone Javier Zamorano, un cocinero que proviene de familia de cazadores y que ha querido seguir la tradición con su hijo. Con la misma edad a la que él salió por primera vez de cacería, se llevó a su hijo, de tres años, a una montería «para que conociera el campo, disfrutase viendo a una perdiz cantando, y aprendiese a diferenciar la jara». Pero se le ocurrió publicar en las redes una foto de recuerdo y le amenazaron con denunciarle y quitarle la tutela. «Y yo no me tengo por qué esconder de eso», defiende Javier, a la par que critica la doble moral de los defensores de los derechos de los animales: «Tener a un perro encerrado en un piso y pasearlo con un abrigo no es maltrato, pero luego me llaman a mí asesino por matar a un conejo. Me tachan de cruel por disparar a un animal que vive libre por el campo para luego comérmelo, pero ¿no es crueldad comerse un filete que proviene de un animal enjaulado y maltratado?».
Aunque España es, después de Francia, el país europeo con más cazadores –hay casi un millón de licencias y están federados más de 300.000–, su número no ha parado de descender desde los años 90. «Hay en torno a un 20% menos», corroboran desde la Fundación Artemisian. Una situación a la que es difícil dar la vuelta, teniendo en cuenta, además, que la cultura de los «millennials» es urbanita. Para convencer a su generación de que la caza no tiene nada que ver «con un tío que paga mucho dinero para matar a un elefante», Javier Gil, fundó la Asociación de Jóvenes Cazadores Madrileños (Jocama). Su objetivo es proporcionar una educación medioambiental a los más jóvenes y promover una caza ética y conservacionista. Javier, a sus 22 años, reconoce haberse sentido como «un extraterrestre» en Madrid, porque «la sociedad se ha desanclado del mundo rural». Al llegar a la capital para estudiar Gestión del Medio Forestal y conocer gente nueva, admite haberse sentido el rechazo al contar que es cazador. Y eso, piensa, tiene que ver con «la educación nula que se nos ha dado de la muerte»: «Nos la esconden desde pequeños. Pero la naturaleza es cruel, consiste en comer y no dejarse comer». No obstante, insiste en que no caza «por un trofeo». Para él cazar también es vigilar ecosistemas, colocar bebederos «porque este año no ha llovido nada», avisar de un incendio «porque pasamos muchas horas en el monte y podemos dar aviso si vemos a un pirómano, trampas y venenos». Con su actividad, dice, «ahorramos mucho dinero al Estado». «¿Cuántos guardas se necesitarían para todo eso?».
Para su amigo Guillermo Rodríguez, estudiante de ingeniería agrónoma y también miembro de Jocama, lo que desvirtúa la imagen del sector es entenderlo como algo elitista. «Estoy en contra de todo ego de que pueda surgir de la caza de animales», afirma, y por eso, dice, suele practicar la caza menor: «Así eliminas todo fanastismo por el trofeo y la competitividad por disparar al animal más grande». Ante sus amigos se afana en desmentir los tópicos que rodean a este mundillo: «En las redes solo se exponen fotos de animales muertos y la caza es mucho más. Es, sobre todo, una herramienta de gestión del mundo natural».
Lo cierto es que, pese a los esfuerzos, a los cazadores les está costando mucho quitarse ciertas etiquetas. La del machismo, por ejemplo, la echa por tierra con contundencia Rocío de Andrés, una periodista que empezó a cazar «tarde», una vez que entró a formar parte del equipo de Cinegética, la feria más importante del sector. «Y me apasionó», reconoce. «¿Si alguna vez he sentido discriminación? Nunca, y eso que cuando empecé éramos pocas mujeres, ahora somos más. En ningún momento me han dicho nada desagradable. En los días de caza siempre he hecho lo mismo que mis compañeros, en la medida que mi condición física me lo ha permitido». Esta periodista trabaja para limpiar una imagen construida por mitos: «Ni es machista ni está ligado a una ideología, aquí cabemos todos».
Pero la sociedad todavía escucha lejanas estas voces. Los cazadores no están bien vistos y denuncian la persecución que sufren por quienes se esconden bajo el anonimato de las redes sociales. Se quejan de que la sociedad no tiene en cuenta que con la caza se sustentan muchos de los pueblos de la España rural afectados por la despoblación y el olvido de las administraciones. A la par que se gestiona el equilibrio de los ecosistemas para evitar que la sobrepoblación de ciertas especies arruinen cultivos, expandan virus como la peste porcina, destrocen las vías del AVE o provoquen siniestros mortales en carreteras.
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