Ciencia
«Darwin podría haber participado en ‘‘Masterchef’’»
El director de «Quo» y colaborador de LA RAZÓN revela en «¿Por qué los astronautas no lloran?» la ciencia que nos rodea
El director de «Quo» y colaborador de LA RAZÓN revela en «¿Por qué los astronautas no lloran?» la ciencia que nos rodea
Sis usted nunca se ha preguntado por qué nos enamoramos, qué hay después de la muerte o por qué no podemos erradicar el cáncer, no lea «¿Por qué los astronautas no lloran?» (Planeta). No lo decimos nosotros: el propio autor lo asegura en el prólogo. Veinte años como divulgador científico dan para muchas sorpresas, unas pocas certezas, bastantes dudas y algunas decepciones. Y Jorge Alcalde (Madrid, 1968), director de la revista «Quo» y colaborador de LA RAZÓN, las recopila en un libro que se empeña en desgranar la ciencia de las cosas más pequeñas, aquellas a las que apenas prestamos atención porque ya no nos sorprenden. Al fin y al cabo, ¿qué es más importante para nosotros? ¿Saber por qué late el corazón o «cazar» el bosón de Higgs?
–Gracias a su libro sabemos que los astronautas no lloran. Pero usted ¿ha derramado lágrimas ante algún hallazgo científico?
–Ha habido cosas que me han emocionado mucho. Recuerdo hace muy poco, cuando la sonda Rosetta llegó a su objetivo final, el cometa en el que se tenía que posar. Los científicos de la Agencia Espacial Europea (ESA) lo estaban viendo en directo. Llevaban 20 años trabajando para que ese objetivo se cumpliese. La emoción de los científicos, cómo se abrazaron, las lágrimas... Me hizo emocionarme a mí. O por ejemplo, conocer de la mano de Jordi Sabater, descubridor de «Copito de nieve», que los chimpancés son capaces de colocar fotografías de animales y especies agrupadas: leones con leones, elefantes con elefantes... Cuando me lo contó, me pareció muy emocionante. Son esos momentos en la vida de un divulgador que son muy emotivos.
–Por el contrario, ¿cuál ha sido su mayor chasco científico?
–Ha habido muchos. Por ejemplo, es muy desesperante la lentitud de las investigaciones contra el cáncer. Los periodistas cometemos el error de dar demasiadas expectativas a los descubrimientos moleculares. Y titulamos: «Descubierta la molécula que va a poner fin al cáncer de próstata». Luego pasa muchísimo tiempo hasta que eso se convierte en un fármaco, si es que al final se convierte. Y, en el camino, en muchas ocasiones se demuestra que aquella investigación no era eficaz.
–Fantaseando un poco, ¿qué descubrimiento, aún no alcanzado, le gustaría divulgar?
–Es difícil... Lo fascinante de los descubrimientos es que nadie es capaz de anticiparlos. Hace cien años nadie diría: «Cómo me gustaría escribir sobre el descubrimiento de internet». Quizá podría ser sobre el descubrimiento de que realmente existen moléculas orgánicas y organizadas en un planeta que no es la Tierra. Que tenemos la esperanza de que en algún lugar del Cosmos existe otro tipo de vida. Y no porque eso nos plantee problemas filosóficos, sino porque por fin habríamos superado una limitación tremenda que tiene la ciencia: sólo puede indagar sobre un modelo de vida, y eso es muy científico. Se necesita un contraste, un grupo de control. Y en el caso de la biología no lo tenemos. Sabemos muy poco de la vida.
–Podría haberme dicho que le gustaría divulgar sobre cómo es la vida... después de la muerte. Aunque supongo que prefiere no experimentarlo en primera persona.
–Poder decir que he vuelto de allí sería una buena noticia. Hay seres humanos a los que se los ha dado por muertos desde un punto de vista técnico, y que gracias a las tecnologías de resucitación cardiopulmonar y de reanimación han podido volver de esa fase previa a la muerte. Y han podido contar esas experiencias. Es estremecedor lo que se parecen entre ellas. Da igual la raza, la religión, la condición social... Es un misterio.
–Dedica un capítulo al acto de cocinar y cómo denota la inteligencia del ser humano. ¿Con qué científico habría compartido una cena?
–Lo tengo muy claro: con Darwin. Pero no sólo porque sea un científico fascinante, que cambió la historia del ser humano y que abrió nuestra mente a un concepto de la evolución, sino porque él mismo era lo que hoy llamaríamos un «foody», un apasionado de la cocina. Tenía una sociedad gastronómica en la que se jactaba de comer las cosas más raras que se podían comer en su momento: una pata de elefante, ternilla de jirafa... Hoy en día, habría podido participar en «Masterchef».
–Habla en el libro del crecimiento enorme, en comparación con otras especies, de dos partes concretas de nuestro organismo. Las dos empiezan con «c»: el cerebro y el culo. ¿Por qué ejercitamos bastante más la segunda que la primera?
–Porque una se ve y la otra no. Pensamos que el cerebro no está ahí. Pero no nos damos cuenta de que se ve a través de sus actos. El cerebro no fosiliza. Después de que el cuerpo muera, dura pocos meses. Es un tejido blando y desaparece. Por eso no tenemos una muestra de cerebros de un hombre de Neanderthal. Pero sí fosilizan los actos de ese cerebro: la herramienta que construyó, el instrumento musical que fabricó... Si fuésemos conscientes de eso en nuestro día a día, de hasta qué punto nuestro cerebro se manifiesta en nuestros actos, a lo mejor nos preocuparíamos más por cuidar el cerebro que por cuidar el culo.
–¿De qué hay más probabilidades, de que nos toque el Euromillón o de que se emita un programa de ciencia en «prime time»? Le recuerdo que, tal como señala en el libro, la probabilidad de lo primero es de uno entre 76 millones.
–(Ríe) Tengo esperanza de que haya mayor probabilidad para el programa de ciencia en «primer time». De hecho, yo, que pertenezco a una generación un poco mayor, recuerdo que en la televisión emitían programas en «prime time»: «Cosmos» de Carl Sagan, «La vida privada de las plantas» de David Attenborough... Todos nos quedábamos pegados. O «Érase una vez el hombre», que también era un programa de ciencia. Hay más probabilidades. De todas formas, seguiré jugando a la lotería, por si acaso.
–Luego está el otro extremo, la «telebasura». También habla de que la obsesión por los famosos puede llegar a ser una enfermedad.
–Hay gente tan obsesionada por la vida de los otros que se convierte en patología. Y esa patología afecta a los propios famosos, porque cada vez se sienten más acosados. De hecho, también hay una patología por el propio hecho de ser famoso, el estrés que genera el ser perseguido permanentemente. En el fondo es inevitable: el deseo de conocer la vida del otro está inserto en nuestros genes. Desde muy pequeños, conocemos los rostros de la gente que nos rodea en los primeros minutos de vida como familiares. Así diferenciamos el rostro de nuestro padre o de nuestra madre del de un depredador. Cuando vemos la televisión, que al final constituye el rostro que miramos más a menudo, inconscientemente pensamos que es nuestra familia, y sentimos que tenemos el derecho a conocer esas vidas. Es algo natural.
✕
Accede a tu cuenta para comentar