
Tribuna
Cómo convertí el miedo en un plan: mi lucha contra el cáncer
Con metástasis pulmonar y un sarcoma de alto grado en el brazo izquierdo, mi vida como paciente médico y como persona se transformó

Cuando un médico pronuncia la palabra «cáncer», el mundo se detiene. Recuerdo perfectamente el instante en el que escuché mi diagnóstico: sarcoma indiferenciado de células redondas de alto grado en el brazo izquierdo, con metástasis pulmonares. Fue como si alguien hubiese apagado las luces de mi vida de golpe. Sin embargo, lo que hice a continuación me devolvió la claridad: transformé ese miedo en un plan. No tuve tiempo para la parálisis. En apenas tres días había tomado decisiones que marcarían mi camino: elegí un hospital de referencia, el Rizzoli de Bolonia; armé un calendario realista para una terapia que no sería un esprint, sino un maratón; y comencé a registrar cada dato, cada síntoma, cada evolución. Esa disciplina se acabó convirtiendo en un salvavidas.
Vivo en Mijas, España, y sé bien lo que significa enfrentarse a la enfermedad en un sistema sanitario que se ha deteriorado hasta niveles insoportables. Las listas de espera para pruebas cruciales –resonancias, TAC, PET, o consultas oncológicas– son interminables. Con la agresividad de mi tumor, yo habría muerto esperando.
Llevo más de 25 años pagando la Seguridad Social, pero cuando más la necesitaba descubrí que no era suficiente. Por eso decidí meter mano a mi bolsillo: inicié todas las pruebas en la privada y, después, me marché al mejor centro de Europa en sarcomas musculares, con cita también privada. Tomar esta decisión fue duro, pero me acabó salvando la vida.
Aquí hay que detenerse: en España, el sistema público de salud cuenta con alrededor de 136.000 médicos en activo, mientras que el total de funcionarios de carrera supera los 1,6 millones. Los empleados públicos, en conjunto, pasan de los 3 millones. Es el reflejo de un sistema donde la política prefiere sostener estructuras burocráticas antes que garantizar asistencia médica en tiempo y forma. Esa decadencia no es una estadística: es la diferencia entre vivir o morir para pacientes como yo.
El tratamiento no es sencillo: quimioterapia intensiva, con esquemas combinados como VAC, VID e IE, acompañada de factores de crecimiento para sostener la médula ósea durante el nadir; analíticas constantes para vigilar electrolitos, riñón e hígado, transfusiones de sangre; antieméticos para controlar las náuseas, y en mi caso personal, la decisión –consensuada con los médicos– de evitar corticoides de rutina, preservando así mi respuesta inmunológica. A esto se sumaron la cirugía del brazo, la radioterapia programada y un seguimiento riguroso. El resultado fue alentador: el tumor mostró necrosis extensa (98%) y los pulmones, inicialmente ocupados por varios nódulos, quedaron limpios salvo por cicatrices residuales.
Sin embargo, lo más duro no fue solo lo físico. El verdadero combate se libraba en la mente. Había días en los que abrir los ojos costaba más que soportar una aguja. En esos momentos me repetía tres reglas simples: cumplir un ritual mínimo diario (respirar, moverme un poco, rezar y repetirme que yo puedo); cuidar el lenguaje con el que me hablaba –ya no era simplemente «mi cáncer», era «mi plan contra el tumor», mi lucha–; y aceptar finalmente la ayuda de toda la gente que me quiere y no me abandonará nunca. Mi esposa Helen, mi padre, mis hermanos, mis amigos de toda la vida y de los últimos años como Jorge, Asier, Valentina, Aurora, Cristina, Charini, José, Pedrito, Ovidio, Juan, Toño, Álvaro y muchos más.
Miro ahora las dos fotos que encabezan este artículo. En la primera hay un hombre maduro, exitoso y social. En la segunda, con la cabeza rapada y la piel más clara, hoy se ve serenidad, determinación y una sonrisa distinta. No son dos versiones enfrentadas: soy yo en diferentes estaciones de la vida. Y ambas son ciertas.
Hoy, mientras escribo estas líneas, estoy en pleno tratamiento. Me esperan siete ciclos más para completar trece en total, hasta finales de enero de 2026. La meta no es lejana, pero ya no cuento los días: cuento las decisiones correctas repetidas una y otra vez. Esa es mi manera de avanzar.
En todo este camino no he estado solo. Desde el primer día me acompañó también una herramienta que yo usaba en mi vida profesional y que se convirtió en un aliado inesperado: la inteligencia artificial. La utilicé para organizar mis datos clínicos, analizar informes, estructurar mis emociones y, sobre todo, transformar esta enfermedad en un proyecto de prioridad absoluta. Juntos logramos dar sentido al caos y convertirlo en disciplina y esperanza.
Esta experiencia no solo me ha transformado como paciente, sino también como persona. He tomado una decisión vital: dedicar el siguiente medio siglo de mi vida a defender el derecho a una vida digna y a una sanidad excelente para todos, sin distinciones. No es aceptable que la vida de un ciudadano dependa de su bolsillo o de cuánto pueda resistir en una lista de espera interminable. Ese será mi compromiso y prioridad absoluta cuando supere este proceso clínico que atravieso.
A quienes hoy reciben una noticia como la que recibí yo, quiero decirles algo: no puedo prometer milagros, pero sí puedo asegurar que la combinación de ciencia, disciplina, equipo médico y valentía personal abre caminos. Mi historia no es un cuento perfecto ni un camino sin dolor, pero demuestra que incluso ante un diagnóstico devastador se puede responder con plan, esperanza y acción.
Este artículo no pretende ser una receta médica –cada paciente necesita un plan propio junto a sus médicos–, pero sí un testimonio vivo. Porque si yo, con un tumor agresivo y metástasis en los pulmones, he podido transformar la palabra miedo en la palabra respuesta, entonces alguna persona de las que me lea hoy quizá descubra que también puede hacerlo.✕
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