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Rojo

El albañil que quiere cobrar 5.000 euros en Reino Unido

Luis estuvo cinco o seis años trabajando en la construcción hasta que en 2007, como él comenta, «todo se cayó en pedazos sin avisar»
Luis estuvo cinco o seis años trabajando en la construcción hasta que en 2007, como él comenta, «todo se cayó en pedazos sin avisar»larazon

Luis Romero, tras enterarse de los sueldos en el sector de la construcción londinense: «Me iría sin dudarlo»

Hace memoria, pero de primeras no recuerda el año. Sí que era el Mundial de Corea y que el árbitro, el egipcio Al Ghandour, había invalidado el golazo de Morientes a centro de Joaquín. En aquel verano de 2002, ahora sí se acuerda, Luis Romero dejó de ser un adolescente al uso. El paraíso se perdió en la frondosidad de los suspensos. Al fin desaparecieron los septiembres, aquellas fechas marcadas en rojo en los almanaques, sí, pero también se evaporaron con ellos los largos veranos. Al contrario que sus «compis», Luis ya no podía ver los partidos de fútbol. «Era un negado para los estudios y mi padre lo tuvo claro: o apruebas o te vienes a trabajar al taller. Tenía 15 años. Mi hermano se había ido a Suecia y en el taller familiar hacía falta mano de obra», recuerda Luis sobre el verano en que aumentó en una unidad el número de abandonos escolares tempranos en España.

El ejemplo de Luis Romero (Dos Hermanas, 1987) es el de casi el millón de operarios a los que la burbuja les nubló la vista, primero, para romperles la cara después. De aquellos años recuerda Luis el frenesí. Por eso abandonó el taller del padre y probó fortuna en la construcción. Los vecinos del barrio conducían coches de alta gama y alguno había hasta que pagaba decentemente la letra de un apartamento en Cádiz. El barrio nazareno de Los Montecillos, humilde y de clase trabajadora hasta la fecha, se convirtió repentinamente en un gran expositor de automóviles al aire libre. «Aquello parecía un concesionario, chiquillo. Había dinero. Los 2.000 euros mensuales de un peón albañil no podía dármelos mi padre. Éramos parte del engranaje de una gran cadena de montaje y, en realidad, quienes trabajamos aquellos años no aprendimos verdaderamente el oficio. No había tiempo. Salíamos de un proyecto de seis meses y nos metíamos en otro de nueve. Así estuvimos cinco o seis años, hasta 2007, cuando todo se cayó en pedazos, sin avisar», resume Luis los restos de aquel lustro feliz.

Un amigo electricista trabaja ahora en Suráfrica, señala Luis, pero él terminó el módulo de Formación Profesional. Otro, jefe de obras entonces, está en Marrakech. «Éstos estaban rifados. Eran quienes sabían, por eso cobraban lo que querían. Había fichajes estrellas de un proyecto a otro, como si fueran futbolistas galácticos, vaya». Los trabajos cualificados siguen estando demandados: «Éramos inexpertos, sin estudios ni oficio, pero durante la burbuja tampoco aprendimos nada», afirma Luis. La mayoría, en cambio, fue carne de hormigón. O de carretilla de ladrillos. Son los primeros que cayeron el día del cañonazo. Ahora, como Luis, perciben una prestración o atienden un improbable jornal sobrevenido: en el arroz o en la remolacha, en la pintura vertical o en el montaje de unas estructuras efímeras. ¿Y en Reino Unido? ¿5.000 euros al mes? «De cabeza me iría, pero no sé, no sé», dice Luis.

A Luis alguien le habló de la nueva, pero no acaba de verlo claro. «Sería genial, pero quiero enterarme bien antes». En Reino Unido fue noticia esta semana, precisan de albañiles y profesionales de la construcción. La empresa de recursos humanos Manpower ha difundido un informe en donde se indica que una de cada tres grandes constructoras británicas no puede licitar proyectos a causa de la escasez de mano de obra. El modo de engolosinar a los trabajadores extranjeros, cómo no, recae sobre el rostro regio de Isabel II, impreso y esterlino. Los salarios medios en la construcción británica se acecan a los 1.200 euros semanales, cuantifica Manpower. «No he encontrado información suficiente», dice Luis, que necesita más detalles. Lo que no le cuadra es el número de ceros en la cifra anual, lo que supondría nada menos que doblar el salario de peones durante el patrio devaneo del ladrillo. «Me extraña: hace tres o cuatro años estaban ofreciendo entre 3.000 y 4.000 euros mensuales para técnicos titulados en Francia y Reino Unido. Y debían demostrar un nivel mínimo de idioma. Ahora éstos dicen que darán 5.000. Y líquidos además. ‘‘Fiuu’’», silba expresivo Luis.

Que Dios provea no impide que uno también se ocupe de ponerse a tiro divino. Cada semana, desde hace unos años, Luis Romero le enciende una vela a la Virgen del Valme, patrona de Dos Hermanas, y le rinde una rama de perejil a San Pancracio, patrón de los afligidos. Tampoco falta a sus citas con la Administración en esos otros templos. El Servicio Andaluz de Empleo (SAE) provee de cursos y de recursos. «Las TIC son importantes», repite Luis, recién armado de la letanías burocráticas. «Los idiomas. Emprender uno mismo, montar tu empresa», enumera antes de detonar un estallido en cadena: «Hace falta dinero si quieres ser empresario». Para Luis, la redacción correcta de un currículo o el envío adecuado de un correo electrónico son a estas alturas meros entretenimientos, «pues no está sirviéndome de mucho, la verdad». Se lamenta de que vuelve a mencionar la posible alternativa, el «London calling» de la construcción. «¿Recuerdas el timador de Punta Umbría, el tipo que decía que en Dubái pagaban 600 euros por jornadas de 12 horas. Pues así es como no quiero verme, con cara de tonto».

Con una esposa empleada a tiempo parcial y un vástago de siete años, Luis es de quienes pueden permitirse ir a trabajar fuera. «Me iría adonde sea». El capital que obtuvo por el traspado del taller su padre, ya jubilado, lo va distribuyendo entre los hijos que aún permanecen. «Un hermano está en Talavera de la Reina; el otro, el sueco, envía a veces algo de dinero, aunque comenta que allí tampoco está el horno para bollos», asegura Luis, que confía en el Dios proveerá. Mientras camina, Luis señala a lo lejos un complejo inacabado de pisos. «Aquélla fue la última obra donde trabajé. Un día la empresa dejó de pagar. Nos prometieron que algún día terminaríamos los mismos, pero, a este paso, creo que estaremos jubilados todos antes de que se decidan a acabarlo».