Música

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El plató abierto

Loquillo. Una de las primeras apariciones del barcelonés y de Alaska
Loquillo. Una de las primeras apariciones del barcelonés y de Alaskalarazon

Hoy en día puede parecer inevitable la telebasura, pero no siempre fue así. A mediados de los años sesenta del pasado siglo, la idea de que las televisiones de un país pudieran estar en manos de empresas privadas les parecía un despropósito cultural a muchos políticos europeos. Ahora parecerá insólito o imposible –en estos tiempos de Belén Esteban, «Gran Hermano», tertulias de intelectuales sorpresa y falsos programas de investigación pagados por el amo–, pero yo pude presenciar, con veinte años, cómo la pública de nuestro país abría las puertas de uno de sus platós, una vez a la semana cerca de la medianoche, para que entraran los artistas bohemios que rondaban por la capital a esas horas. El permiso lo había conseguido Paloma Chamorro, una reportera que llevaba un pequeño programa especializado en pintura llamado «Imágenes». Era de talla pequeña y tenía una cara de rasgos aniñados que le hacían parecer más joven e ingenua de lo que realmente era. Con «Imágenes» consiguió entrevistar durante la Transición a los principales grandes genios españoles de la pintura que aún se hallaban fuera y eso le dio tal prestigio que pudo levantar el proyecto de «La edad de oro». A cierta hora de la noche, los inquietos que previamente habíamos conseguido entradas llegábamos hasta los muros de Prado del Rey por nuestros propios medios. No necesitábamos que nos ofrecieran ni autocar ni bocadillo. Entonces, se abrían los amplios portalones de carga de un plató y por ahí entrábamos todos para encontrarnos un estudio de televisión decorado con gradas, sofás, almohadones, barra de bar y un gran escenario sonorizado. Podías deambular libremente si no armabas escándalo y respetabas a los técnicos, contemplando las entrevistas y actuaciones que Paloma y su equipo hubieran programado para aquel día. No hay nada parecido en la televisión actual. Lógicamente, con esa liberalidad inédita, Paloma y la tele pública asumían un gran número de riesgos, imprevistos y situaciones chocantes. Pero valía la pena, porque por «La edad de oro» desfilaron muchos de los grupos de música de vanguardia de aquel momento y se entrevistó con imaginación a artistas de todas las disciplinas y tendencias. Encima, el concepto de que aquella fiesta estuviera sucediendo en tiempo real, sin montaje ni edición, añadía grados de naturalidad al resultado. Yo recuerdo ver a Nazario, el pintor barcelonés, acodado a la barra del estudio entonando la enésima victoria del alcohol sobre el agua. Por supuesto, cuando llegó la hora que figuraba en el guión para ser entrevistado, la lengua no le caminaba derechamente. A pesar de lo cual, Paloma, valiente e inasequible al desaliento, puso micro y cámara delante sin sonrojo e intentó sonsacarle, como era su deber, alguna respuesta. La «edad de oro» duró poco, creo que sólo dos años. Pero, curiosamente, el recuerdo de los que por allí desfilamos es como si hubiera durado ocho o diez temporadas. Supongo que eso se debe a su intensidad de contenidos y a que captó, como ningún otro registro audiovisual, el periodo central de lo que se dio en llamar la Movida madrileña. Stiv Bators, bajándose los pantalones en una entrevista, Almodóvar y Fabio de Miguel, dinamitando con sus palabras y vestimentas cualquier posible armario, sobre el escenario del plató Echo and the Bunnymen, adelantándose treinta años a que Coldplay les imitaran, etc. Paloma Chamorro consiguió todo eso en muy poco tiempo. Y el asunto terminó con el clásico malentendido ofensivo y miedoso de la época: el grupo Phisyc TV –de Genesis P. Orridge y Jordi Valls– pinchó una cabeza de cerdo en un crucifijo, un católico puso denuncia (con todo el derecho que le asistía para hacerlo) y, aunque luego quedó en nada, la dirección se asustó y usó el asunto para pasar cuentas con Paloma y sus criaturas de la noche. Los años siguientes fueron una lucha para que todo aquel material, grabado en vídeo analógico no se borrara y se digitalizara como archivo de una época. Finalmente, Paloma lo consiguió y es que era pequeñita, aunque peleona. Se perdía por los chicos parecidos a Keith Richards, pero se encontraba a sí misma en su trabajo: dejarnos de herencia el cuadro de toda una época.