Brote de ébola

Lecciones de Dios: el sacerdote Pajares y mártires de hoy

La Razón
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La semana pasada fue una semana para recordar: por una parte, tenemos al hermano Miguel Pajares, de la orden Hospitalaria de San Juan de Dios, misionero en Liberia y médico afectado por el ébola. Y la hermana Isabel, guineanoespañola, religiosa misionera en el mismo lugar, colaboradora como enfermera de los Hermanos de San Juan de Dios en su hospital de Monrovia al servicio de los más pobres y de los afectados por la plaga del ébola, pero no contagiada por la enfermedad. Ambos han sido repatriados a España y se encuentran en Madrid hospitalizados y atendidos de manera adecuada. Que Dios les conceda la recuperación y la sanación que, sin duda, merecen. Durante varios días ha sido la noticia de primera página en los periódicos y con la que abrían su edición la mayoría de los informativos de radio y de TV. No es para menos. Es una gran noticia, que llena de alegría, de esperanza y abre de par en par horizontes de futuro. ¡Todavía hay amor en el mundo! Mucho amor aún hasta estar dispuesto a dar la vida por otros que lo necesitan todo, carecen de todo.

Prueba palmaria de que existe y es posible ese amor son, cierto, Miguel e Isabel, pero también las otras dos religiosas, Paciencia y Chantal, que acaba de fallecer en Liberia, d.e.p., afectadas por ese letal virus. Desgraciadamente, no fue posible trasladarlas también a Madrid –¡qué pena y dolor tan grandes!–, o a los otros religiosos de la Orden de San Juan de Dios, que continúan allí gastando y desgastando su vida por los enfermos, dejándola a jirones, expuestos y dispuestos a contraer cualquier enfermedad letal, como tantos y tantos otros que en otros lugares del mundo, como buenos misioneros, se acercan a los pobres más pobres de la tierra, a los miles y miles de heridos, enfermos, dañados, necesitados de atención y cuidado, arriesgando sus vidas. Todos ellos, la pléyade enorme de misioneros y misioneras esparcidos por toda la tierra, hasta los rincones donde casi ningún otro llega o se esquiva, son un faro potente que indican cual es el rumbo y la ruta segura que puede conducir a buen puerto a la humanidad tan desnortada por egoísmos y por intereses tantas veces inconfesables como han puesto de relieve algunas reacciones ante el gesto tan bello, por lo demás de «sentido común», justo y debido, generoso y solidario, favorecedor del bien común, que ha ofrecido el Gobierno de nuestra nación, poniendo los medios a su alcance para hacer lo que ha hecho, que es, sin ninguna reticencia, tan de agradecer y tan ejemplar y que ha llenado tanto de alivio y consuelo, de alegría y de gozo, a los bien nacidos, por ello agradecidos, de España. (Creo que la muy inmensa mayoría de españoles nos hemos sentido reconocidos y reflejados en ese gesto; es lo que esperábamos). Nuestro agradecimiento y nuestra felicitación. También esto marca la ruta a seguir.

El rumbo y la ruta es ésa: la caridad, la misericordia, la solidaridad. ¡Con qué fuerza han resonado –aunque no se han mencionado– las palabras de las bienaventuranzas de Jesús: «Bienaventurados los pobres porque de ellos es el Reino de los Cielos; bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia». Sólo la misericordia, sólo la caridad, sólo el amor –no olvidemos que Dios es amor, es caridad, es misericordia, como se nos ha desvelado en el rostro de Jesús– salva y salvará el mundo. Ésta es la verdadera «revolución», el cambio profundo y copernicano, que necesitamos: la del amor, la de la caridad, la de la misericordia, la de Dios mismo tan apasionado por el hombre que lo ha dado todo por el hombre. Es la que llevan a cabo palmariamente los hombres y mujeres, misioneros y misioneras, movidos por Dios, por ese amor y misericordia que son suyos, enviados con la misión de llevar a todos y hacer partícipes de ese amor y misericordia a todos, especialmente a los pobres más pobres, a los enfermos y desahuciados de cualquier manera, a los despojados, a los más necesitados de misericordia. De todo ello son testigos y anuncio tantos miles de misioneros, que gastan y desgastan sus vidas, silenciosamente pero eficazmente, como luz puesta en lo alto que alumbra tantas oscuridades como nos envuelven, sin aparecer en los periódicos y sin publicitar lo que hacen. ¡Cómo necesitamos de este anuncio y de este testimonio, de esta luz que no se apaga!, porque nada ni nadie podrá apartarnos de este amor que ellos llevan y que, por lo demás, ha arraigado en tantísimos corazones, a veces sin ser conscientes, y de manera tan real.

Estos mismos días, a propósito del hecho que nos ocupa y que, por pura gracia, he seguido tan de cerca, he podido conocer y palpar al lado mismo el testimonio admirable de algunas personas –de manera muy especial, de una, de una mujer, cuyo nombre no revelo, pero cuyo actuar ha sido decisivo en lo que se ha hecho, y que una vez más muestra esa sensibilidad particular, cercanía, solidaridad y sentido de justicia singularmente para con los que sufren, los marginados o los que no cuentan–, entre estas personas, además, no puedo dejar de mencionar, entre otras, a algunos medios de comunicación que han estado y están tan cercanos a cuanto se relaciona con el hecho que comento. En el mundo, en el de hoy, gracias a Dios, hay más personas buenas de las que nos parecen: son legión. Es lo que, de verdad, queremos todos. Es la señal inequívoca de que Dios está con nosotros, no pasa de largo, se queda con nosotros, sigue esparciendo su amor y su misericordia por doquier y sigue enseñándonos y dándonos lecciones para que aprendamos, vivamos y actuemos bien. Démosle gracias y hagamos nosotros lo mismo, lo que Él hace y se vale de los hombres, de nosotros: amar.

No quiero acabar, por otra parte, sin referirme a otro hecho estremecedor de esta semana: el recrudecimiento de la persecución sangrienta de yihadistas que busca la aniquilación y el exterminio de hermanos cristianos en tierras de Irak y en otras partes del mundo. Los miles y miles de mártires cristianos en aquellas tierras y en otras son testigos muy principales del Dios que es amor y misericordia que nos ha dado todo su amor, su vida, su perdón y su misericordia en su Hijo crucificado por nosotros, para que tengamos vida y vivamos de su amor y lo hagamos presente. ¡No podemos, nadie puede, pasar de largo de lo que está sucediendo, sin condenarlo, y sin reaccionar ante este exterminio! Nos atañe a todos. Llama la atención el silencio y la pasividad con que esto se recibe y se contempla. Un silencio y una pasividad semejante al que sucedió en el siglo pasado ante el genocidio nazi sufrido por los hermanos judíos, que pudo y debió haber sido evitado. Que no se repita tal silencio y pasividad ante los yihadistas. Con todo hay que decir que «la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos» y de fortaleza y crecimiento del evangelio de la caridad. Los mártires, además, son los más claros testigos de que Dios es, existe, y es amor y llama a ser testigos de su amor hasta el límite. Junto al «¡basta ya!», es necesario juntar la oración por los perseguidores y los miles de cristianos perseguidos que tanto están sufriendo, además de la misericordia y el perdón para todos, el agradecimiento a estos miles de hermanos nuestros mártires por su ejemplo, su testimonio y su gran amor y caridad; otra lección de Dios, que Él nos fortalezca y ampare.