Historia

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Los últimos días de Pompeya

Los habitantes de Pompeya tratan de huir de la erupción del Vesubio. ©ªRU-MOR/Desperta Ferro Ediciones
Los habitantes de Pompeya tratan de huir de la erupción del Vesubio. ©ªRU-MOR/Desperta Ferro Edicioneslarazon

Cuando el Vesubio despertó en el 79 d. C. sepultó la ciudad para siempre

Ese día, el sol ya no brilla en la ciudad romana de Pompeya. Son cerca de las tres de la tarde, y hace casi dos horas que el viento ha atraído una negra nube que parece caer a pedazos sobre la ciudad. El volcán ruge y el suelo tiembla con repentinas sacudidas. Poco a poco van cayendo restos de pumita y lapilli. Un par de horas parece poco tiempo, pero la oscura lluvia no cesa. En ese breve lapso de tiempo, ya apenas se distingue qué es calzada y qué acera y solo se aprecian las marcas de las ruedas de los carros en la ceniza; los de aquellos que han reaccionado con rapidez y emprendido la huida en dirección contraria a la amenaza. Muy pronto ningún vehículo va a poder circular: sus ruedas se atascarán enseguida en la grava, hundiéndose y trabándose hasta resultar inútiles. Pero además está ese calor, un calor sofocante y extraño, porque el aire está cargado de gas tóxico.

En el transcurso de ese mismo día, muchos perecerán bajo el peso de los techos derrumbados. En la ciudad todavía quedan cientos de personas. Les restan solo unas horas para poder salvarse, pero son muchos los que se aferran a sus preciados bienes tanto como a sus vidas. Quien no logre apresurarse o subestime la fuerza de la erupción sucumbirá esa misma noche por el colapso de la inmensa columna que ahora se alza hacia los cielos desde el cono del volcán.

En más de dos siglos y medio desde que comenzaran oficialmente las excavaciones en Pompeya, se han descubierto más de un millar de cuerpos. Muchas de las víctimas trataron de escapar con sus ahorros u objetos valiosos: una pareja llevaba una pequeña llave y una lámpara de bronce. Una familia de cuatro personas, un puñado de joyas, algunas piezas de vajilla y cubertería y nada menos que 400 sestercios en monedas. Una mujer de un grupo sucumbió con una estatuilla de plata de la diosa Fortuna, que no logró librarla del desastre, y varias monedas de oro y plata, mientras que otros del mismo grupo llevaban joyas, una cajita con material médico y una modesta cantidad de dinero. En las excavaciones más recientes, un individuo con su cabeza aparentemente aplastada por un enorme sillar de piedra (aunque luego este aspecto fue desmentido al hallarse el cráneo intacto bajo el enorme bloque, indicando por tanto la caída de este a posteriori), apretaba contra su pecho una bolsa de monedas. Al igual que ocurrió en Herculano, donde cientos de personas perecieron en la playa, muchos pompeyanos tratarían de escapar por mar, pero las tareas de evacuación se volvieron muy dificultosas a medida que avanzaba el día, como indica Plinio el Joven en las Cartas (VI.16 y VI.20) que envió a Tácito, en las que narraba los acontecimientos vividos aquellos días por su tío Plinio el Viejo, almirante de la flota estacionada en Miseno.

El final de un largo sueño

En la actualidad conocemos mejor los devastadores efectos de las catástrofes naturales. Por entonces, los más versados entre los antiguos romanos conocían bien la violencia de volcanes como el Etna, que todavía seguía humeando amenazante. Señalando la importancia del suelo volcánico para el territorio circundante del Vesubio, Estrabón (Geografía V.4.8) indica sus beneficios: «Quizás esta sea la causa de la fertilidad de su entorno, como en el caso de Catania, donde la parte recubierta de ceniza procedente de las ascuas arrojadas por el fuego del Etna ha producido una tierra muy favorable para la vid». Seguramente la mayoría de la población del golfo de Nápoles había olvidado que aquella montaña que se alzaba dominando sus campos y actuando de silencioso centinela de las embarcaciones en sus puertos, era en realidad un volcán sumido en un largo sueño. Cuando el Vesubio despertó una mañana del año 79 d. C., cogió a Pompeya y Herculano por sorpresa. Ya había avisado antes, puesto que en el año 62 un fuerte seísmo sacudió con fuerza a las ciudades y villas de la zona, pero el susto se quedó solo en eso. El día anterior a la erupción, Pompeya todavía ardía con el bullicio, sus habitantes estaban decididos a rehacer sus vidas como si nada. Hasta que fue demasiado tarde.

Perros guardianes de yeso

Es bien sabido que Giuseppe Fiorelli, encargado de las excavaciones de Pompeya hacia mediados del siglo XIX, realizó calcos de los cuerpos de algunas de las víctimas vertiendo yeso líquido en el hueco que quedaba en el estrato de ceniza que cubría los cadáveres. Uno de los más famosos moldes de las víctimas de Pompeya, realizado en noviembre de 1874, es el de un perro inmortalizado en el gesto de revolverse para tratar de librarse de su cadena, que todavía lo ataba a las puertas de la casa de Vesonio Primo. En Pompeya, no son raros los mosaicos en los que se representa a perros guardianes, como en la del Poeta Trágico, plantado en actitud feroz y amenazante y con la inscripción «cave canem» («cuidado con el perro») que recuerda a un pasaje del Satiricón de Petronio: «En medio de mi asombro ante tantas maravillas, me caí de espaldas y por poco no me rompo las piernas. Pues, a la izquierda, al entrar y a corta distancia de la cabina del portero, había un perro descomunal, atado con una cadena: era una pintura sobre la pared, y encima, en letras mayúsculas, se leía: «CUIDADO CON EL PERRO». Mis compañeros se echaron a reír». No son estos los únicos animales domésticos hallados en la ciudad, aunque los restos de gatos no aparecen por ninguna parte entre las víctimas. Fieles a sus felinos instintos, solo se dejan ver cazando a un ave salvaje en el mosaico de la casa del Fauno. Gato que duerme, no caza ratones...

Para saber más

«Los últimos días de Pompeya»

Arqueología e Historia nº 24

Desperta Ferro Ediciones

68 pp.

7 €