Abusos a menores
«No vamos a esposarle en el colegio»
La Policía actuó con discreción y en pocas horas recabaron las pruebas para trasladarlo a prisión. Una alumna de 17 años rompió el silencio en 2007, pero sus padres nunca lo denunciaron
Sus pasos resonaron con eco en el pasillo, seguro de sí mismo, con un caminar firme. Pantalón de tergal, camisa y chaquetas impolutas, nudo de corbata ajustado y cabeza erguida. Llamó con los nudillos a la puerta del despacho del director. Tres pares de ojos se clavaron en él. «Andrés, estos señores son policías y quieren hablar contigo», le anunció Eustaquio Iglesias, el director del Colegio Valdeluz. «Venimos a detenerle. Es usted sospechoso de abusar sexualmente de alguna de sus alumnas», le comunicó uno de los agentes. Ni una mueca, ni un parpadeo, su rostro permaneció inexpresivo, mientras escuchaba como uno de los policías le decía: «Tiene derecho a guardar silencio...». El profesor de Filosofía y Ética, y Catedrático en Musicología escuchó la fórmula impasible. Cuando se hizo el silencio extendió los brazos en dirección a uno de los agentes y mostró sus muñecas. «No vamos a esposarle en el colegio», le explicaron. La idea era pasar inadvertidos para no alarmar a los alumnos menores de edad del centro. Caminaron agarrándole del brazo con disimulada tenacidad hasta el vehículo policial, donde, tras las ventanas tintadas, le colocaron los grilletes.
A primeros de mes, se había recibido en la Jefatura Superior de la Policía de Madrid una llamada anónima: «Hay una serie de chicas que han sufrido abusos por parte de un profesor y quería saber cuál es el lugar adecuado para que se dirijan». Unos días después, cinco jóvenes de entre 12 y 24 años, acompañadas de sus padres y una abogada, Paloma Gutiérrez, se presentaron en el SAM (Servicio de Atención a la Mujer). Llegaron nerviosas, rehusando la mirada, casi avergonzadas de ser víctimas, pero ante el calor y la compresión que recibieron de los agentes especializados de la Policía se fueron abriendo. Todas describían a un abusador afectivo. Nunca hubo estallidos de violencia ni amenazas. Las abordaba siempre cuando alumna y profesor estaban a solas. Algunas de las denunciantes afirman que les tocó durante el horario de tutorías . A pesar de que en la puerta había una ventana de ojo de buey Andrés no se contenía. Otras dicen que les ocurrió durante las clases extraescolares de música que impartía en una academia anexa al colegio. Según las víctimas, el acercamiento era progresivo, un día una mano cariñosa en el hombro. Si no había rechazo, días después llegaba la caricia en la cara, los dedos ansiosos en el muslo y finalmente en el pecho o la entrepierna. Y nunca en silencio. Los abusos iban acompañados de una sonrisa, tono de confianza y elogios, promesas de mejores notas... «Te mereces un sobresaliente», «tocas como los ángeles» o «a tu edad nunca había visto semejante virtuosismo». Si alguna se resistía, no entraba en conflicto y la descartaba, pero se aprovechaba de la que se quedaba bloqueada por miedo, sorpresa o confusión.
El silencio lo rompió una alumna de 17 años que le contó a sus padres lo que estaba ocurriendo. Fue hace siete años. La familia acudió a hablar con el tutor de la chica que los derivó al psicólogo del centro, quien a su vez hizo de su capa un sayo. La menor acabó en el Centro Especializado de Intervención en Abuso Sexual Infantil (Ciasi). Le abrieron un estudio en enero de 2007 y tras horas de relato ante psicólogos especializados y análisis lo cerraron en febrero de 2008. La conclusión era inquietante. Los especialistas que observaron a la niña otorgaron plena credibilidad a sus manifestaciones. Entonces, ¿por qué Andrés no fue detenido? Parece inexplicable. Los padres abochornados reconocieron que nunca lo denunciaron. Se justificaron ante los agentes con ojos húmedos que imploraban comprensión. Dijeron que les convencieron para que no lo hicieran con frases como: «va a ser muy difícil que podáis probarlo», «es la palabra de uno contra la del otro», «con 17 años si hay consentimiento no se considera delito» o «si denunciáis, vuestra hija va a pasar un calvario. Tendrá que ir a declarar al juzgado, el abogado de la defensa la acusará de mentir».
Los agentes escucharon, como si de confesores se trataran, a las cinco víctimas y a sus padres. Fueron horas duras para todos. Tanto tiempo contenidas, una vez que abrieron el cerrojo de su bochorno, ofrecieron todo tipo de datos, incluidos los nombres de otras compañeras que entre susurros les habían confesado que también habían sido acariciadas por las manos del profesor. Había indicios sólidos para detenerlo y así lo hicieron. Era primordial retirarlo del contacto con las menores. Mientras Andrés consumía sus minutos en silencio en los calabozos de la Comisaría de Tetuán, los investigadores del SAM de la Policía Nacional trabajaban de forma frenética. Había infinidad de gestiones que hacer y un límite: 72 horas. Antes de que se cumpliesen debían ponerlo a disposición judicial y sobre la mesa del Magistrado debería haber un atestado que tuviera músculo como para justificar la prisión provisional. Unos agentes tuvieron la ingrata labor de localizar a los padres de las chicas que habían nombrado las primeras denunciantes. Todos quedaron perplejos: nada sabían. Otros policías interrogaron a los miembros del claustro. El director del colegio fue uno de los primeros. Repitió lo mismo que en un comunicado que había hecho público, sin que nadie le preguntase, el mismo día de la detención: «Ni el centro ni la comunidad educativa han tenido sospecha alguna de este profesor, cuya trayectoria ha sido intachable en más de 20 años». Horas después, en el mismo despacho, rompía a llorar el jefe de estudios. Casi tartamudeando reconocía: «Me siento culpable. Tendría que haber hecho algo. Mi conducta ha sido lamentable. Yo en el 2007 supe lo que le había pasado a la alumna y se lo dije al director. ¡Yo se lo dije!».
Los policías pararon la declaración y le comunicaron que pasaba de testigo a detenido, imputado por omisión del deber de impedir delitos. Tras la lectura de derechos y ya en presencia de un abogado de oficio se le volvió a preguntar. Desconcertado, quizá porque la culpa le había hecho ser lenguaraz, se ratificó en lo dicho, pero no aportó ni un dato más. Su declaración provocó la detención del director, que dio una versión edulcorada de la confesión de su jefe de estudios. Reconoció que le había informado de problemas entre profesor y alumna y que le había recomendado que los separase, pero que no le explicó el motivo. La explicación rezumaba inconsistencia. Más cuando los policías averiguaron que muchos miembros del claustro sabían de forma directa o indirecta lo que ocurría. El relato de las víctimas ha perseguido al profesor hasta alcanzarlo. El juez encargado del caso decretó la prisión provisional comunicada y sin fianza el pasado viernes y le mandó a la cárcel de Soto del Real, acusado de siete delitos de abusos sexuales. Al ser detenido, llevaba un disco duro, un ordenador portátil y 2.000 euros en efectivo.
La investigación ha revelado un dato sorprendente. La escuela de música en la que impartía clases Díez, estaba anexa al Colegio Valdeluz. De hecho, utilizaba sus instalaciones. El alquiler era de 2.400 euros al mes. Se sospecha que si nadie puso coto a lo que allí ocurría podría deberse a la mala imagen que recibiría el centro y a que las extraescolares generaban serios ingresos. También se maneja la hipótesis de que el profesor no fuera invitado a desaparecer de forma discreta porque la escuela de música habría quebrado. Su prestigio se basaba en el enorme prestigio que Díez tenía entre los padres de los alumnos.
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