
Ciencia
Él nunca lo haría: un estudio indaga en el impacto emocional cuando se abandona un robot
Se demostró que se crea un vínculo emocional similar al de una mascota

El número de robots asistentes que prestan algún tipo de servicio en el hogar o el centro de trabajo no deja de crecer. Según datos de la Federación Internacional de Robótica, en 2023 se vendieron 205.000 unidades en todo el mundo. En el año 2030 se espera que 250 millones de hogares cuenten con algún robot que sirva de compañía. Ya sean aparatos sencillos que apenas ofrecen respuestas y soluciones a preguntas cotidianas ya androides complejos que ofrecen atención doméstica, acompañamiento a enfermos o realización de tareas del hogar, lo cierto es que la tendencia a introducir en nuestras casas a un nuevo miembro de la familia, metálico y cableado, parece imparable.
Ante esta situación, empiezan a aflorar dilemas psicosociales que hace una década eran sencillamente impensables. Problemas derivados de la relación entre máquinas y humanos, de la sustitución emocional, del aumento de las viviendas con un solo miembro en casa, de la calificación fiscal o profesional que estas herramientas deben tener o incluso de las responsabilidades legales de las acciones cometidas por un androide bajo nuestro techo. Todo ello está obligando a repensar buena parte de las normativas y legislaciones internacionales para adaptarse a un mundo en el que robots y seres humanos estamos condenados a entendernos.
El último dilema acaba de ser puesto de manifiesto por investigadores de la Universidad de Guelph, en Canadá. Se trata del modo en que las familias –y sobre todo los menores– reaccionan ante la situación de separarse o abandonar a una de estas máquinas con las que han convivido una larga temporada. El robot retirado por falta de uso, por mudanza o por deterioro… ¿Es considerado un miembro de la familia? ¿Crea los mismos lazos emocionales que una mascota?
El doctor Zhao Zhao y la doctora Rhonda McEwen, expertos en ciencia de la computación y en comunicación social en Canadá, relatan en un artículo de la revista Frontiers los primeros casos de sensación de abandono clínicamente comprobados tras el uso continuado de un robot en un entorno familiar.
Hace cuatro años, instalaron experimentalmente robots asistentes con forma de búho y aspecto infantil en 20 hogares en los que al menos un miembro de la familia estaba en edad preescolar. La labor del robot (llamado Luka) era muy sencilla: escanear páginas de libros infantiles y leerlos en voz alta para ayudar a los más pequeños a aprender a leer.
El experimento comenzó en 2021. Cuatro años después, los investigadores han vuelto a los hogares a estudiar los efectos de la presencia de la máquina. Se suponía que una vez los más pequeños del hogar hubieran aprendido a leer la presencia del aparato carecería de sentido. En todas las familias, los niños y niñas habían crecido con normalidad y tenían plenas facultades lectoras pero en 18 de las 20 casas el robot seguía funcionando. En la mayoría de los casos, los usuarios seguían cargando sus baterías diariamente, lo conectaban con frecuencia o simplemente lo tenían encendido en el salón o la habitación infantil para escuchar su voz y sentir sus movimientos aunque la tarea para la que había sido «contratado» ya carecía de sentido. Sencillamente, había pasado a formar parte de la familia y no solo como un mero mueble.
«El hallazgo pasa de ser algo enternecedor a algo más profundo. Nos dice mucho sobre el modo en el que los humanos nos estamos relacionando con la tecnología: los robots dejan de considerarse objetos que vienen y van y se convierten en acompañantes cuyo sentido en la casa va cambiando con el paso del tiempo», asegura Zhao.
En la investigación, los padres e hijos de las familias estudiadas describieron su relación con Luka usando palabras emocionales y humanas. Uno de los niños llegó a describir a la máquina como «mi hermano pequeño». Obviamente, la función del aparato (enseñar a leer a los infantes) había desaparecido, pero su rol emocional se había fortalecido. Las familias habían creado nuevas formas de relacionarse con él. Y no lo usaban para leer, pero le hablaban, bromeaban sobre él, se preocupaban de cuidarle y limpiarle, en algunos casos se lo llevaban de vacaciones y en una ocasión lo legaron a un primo más pequeño.
Puede que estemos ante una de las investigaciones más relevantes sobre el modo en el que los humanos empezamos a relacionarnos con las máquinas. Demuestra que incluso los robots más sencillos pueden pasar a formar parte del universo simbólico de la familia con rapidez. Es lo que los expertos llaman «paso de la función a la memoria». Del mismo modo que los animales domésticos originalmente dotados de una utilidad (alimentación, seguridad, pastoreo, etc.) se convirtieron en parte emocional de las familias humanas, a estas máquinas se les termina dotando de valores que están por encima de su mera funcionalidad. Incluso el lugar de la casa donde se colocan termina teniendo un significado.
Las implicaciones de este hallazgo son inmensas. En primer lugar, establece un escenario diferente a la hora de valorar qué se hace con esos aparatos cuando dejan de ser útiles. El abandono de un robot puede llegar a ser un trauma de difícil gestión dentro de una familia. En segundo lugar, obliga a pensar en la esperanza de vida no solo en términos de utilidad. La presencia de una máquina va más allá de sus capacidades. En cierto modo, un robot «jubilado» puede seguir siendo un objeto de deseo en el hogar. Casi como ocurre con las mascotas, antes de decidir meter una en casa, ¿será necesario que todos los miembros de la familia entiendan que se está asumiendo un compromiso a largo plazo?
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