Obesidad

Obesidad: por qué no podemos resistirnos a las grasas

Hallan una conexión entre el cerebro y el estómago que nos empuja a comer de forma compulsiva. Al tomar grasas, crecen los niveles de una hormona que interactúa con la que regula la saciedad.

Según estudios científicos, las patatas cocidas ocupan el puesto numero 1 en el top de los alimentos que más nos mantienen satisfechos.
Según estudios científicos, las patatas cocidas ocupan el puesto numero 1 en el top de los alimentos que más nos mantienen satisfechos.larazon

Hallan una conexión entre el cerebro y el estómago que nos empuja a comer de forma compulsiva. Al tomar grasas, crecen los niveles de una hormona que interactúa con la que regula la saciedad.

La grasa ayudó a los seres humanos a poblar la Tierra. Cualquier experto en antropometría sabe que los Homo sapiens somos los primates con un mayor porcentaje de grasa en la historia de la evolución. Un bonobo macho apenas llega a tener un 0,1 por 100 de ácidos grasos en la constitución de su masa corporal. Un bonobo hembra llega como mucho a un 8 por 100 en los periodos de cría. Un hombre actual puede tener una media del 15 por 100 de ácidos grasos en su cuerpo y la mujer llega a duplicarlo en algunas circunstancias.

Incluso en los casos de pastores nómadas africanos, que tienen que sobrevivir a largos periodos de escasez y hambruna, la grasa corporal se mantiene por encima del 9 por 100 de media. Cuando se desciende de ese porcentaje, el cuerpo humano empieza devorar tejido muscular y comienza el proceso del agotamiento por inanición. El exceso de grasa en el organismo humano, que hoy nos trae de cabeza porque nos obsesiona su tendencia a acumularse en el abdomen y otras partes visibles del cuerpo, en realidad fue una gran ventaja evolutiva. Nuestros ancestros prehumanos tenían que recorrer largos espacios en busca de alimento y pasar largos periodos de tiempo sin encontrar algo que comer. Unas reservas especiales de ácidos grasos permitían mantener las energías necesarias para la supervivencia, especialmente en las hembras que, además de sobrevivir, de cuando en cuando tenían dar vida a la prole.

Nuestro cuerpo diseñó un mecanismos inteligente para dar respuesta a esta necesidad: aprendimos a acumular toda la grasa posible en los periodos de comida y vimos como nuestra piel se hizo más fina y menos peluda con el fin de mantener una buena transpiración que refrigerara la máquina de consumir grasas que llevamos en el cuerpo (una especie de salida de ventilación del horno de ácidos grasos interno).

Y he ahí la causa de nuestras actuales cuitas estéticas. Aún hoy sentimos una irresistible atracción por los alimentos grasos y al cuerpo le cuesta tanto deshacerse de ellos, a pesar de que ya no necesitamos las reservas de energía. Hay seres humanos obesos por doquier. Pero no hay gorilas o chimpancés obesos.

Un equipo de investigadores del Baylor College of Medicine dirigido por el japonés Makoto Fukuda acaba de hallar en nuestro cuerpo una clave que podría ayudar, en el futuro, a romper ese círculo vicioso. Se trata de la primera evidencia de que la presencia de ciertas hormonas en nuestro aparato digestivo y su conexión con el cerebro provocan la necesidad de consumir grasas extra. El hallazgo sirve para explicar por qué nos cuesta tanto saciarnos cuando comemos ácidos grasos (por ejemplo, por qué no podemos parar de comer patatas fritas).

En sus estudios de laboratorio, Fukuda ha demostrado que los ratones que son alimentados con una dieta rica en grasas presentan altas dosis de una hormona llamada Polipéptido Inhibidor Gástrico (GIP por sus siglas en inglés). Esta hormona, producida en el estómago, es la encargada, entre otras cosas, de mantener el equilibrio energético del cuerpo. Se activa en función de la cantidad de alimento graso que existe en la luz del intestino. Es capaz de determinar cuántas grasas hemos consumido, cuántas necesitamos acumular y cuántas hemos gastado. De ese modo puede generar respuestas de hambre o saciedad en el cerebro. Pero ¿cómo lo hace? ¿Qué conexión existe entre las tripas y el cerebro? ¿Cómo es posible que la presencia de grasas en el intestino sea capaz de activar una respuesta de saciedad en una región tan alejada como el cerebro?

Círculo vicioso

El estudio ha demostrado que la hormona GIP viaja a través del torrente sanguíneo y llega hasta nuestro órgano pensante. Allí interactúa con otra hormona: la leptina, la hormona de la saciedad, y la bloquea. Cuanta más grasa hay en el intestino, más interacción se produce, más se bloquea la leptina y más tardamos en sentirnos saciados. Así funciona el círculo vicioso de la grasa, la avaricia humana por los ácidos grasos (cuanto más se tiene más se quiere) que sirvió para que sobreviviéramos hace millones de años en el hostil ambiente de la sabana africana, pero que ahora es responsable de una epidemia global de obesidad, enfermedades cardiovasculares y diabetes.

Los investigadores sabían que la leptina es una pieza importante en el mantenimiento del equilibrio energético en ratones y humanos. Su principal función en crear en el cerebro la sensación de que estamos saciados. También se sabe que, precisamente las personas con mayor tendencia a la obesidad son las que presentan una gran resistencia a la actividad de esta hormona. La leptina funciona, pero su cerebro no le hace caso por lo que nunca se sienten saciados.

El equipo de Fukuda trató de encontrar las causas de esa resistencia. Para ello utilizaron muestras de tejido cerebral de ratones en los que estudiaron el circuito de reparto de la sangre. Tras años de investigación, probando con todo tipo de sustancias y hormonas encontradas en el organismo, dieron con la clave. Cada vez que grandes cantidades de GIP se ponían en contacto con el cerebro, la leptina disminuía su eficacia.

La GIP es una de las llamadas incretinas: una serie de hormonas que se producen en el intestino en respuesta a la ingesta de alimentos. Uno de sus efectos más importantes es la secreción de insulina por el páncreas y la disminución en los niveles de glucosa en sangre.

Los científicos debían demostrar, primero, que el cerebro cuenta con receptores capaces de relacionarse con esta hormona. Y efectivamente los hallaron en el cerebro de estos ratones. Es decir, en principio, es capaz de entender los mensajes de GIP.

Después crearon un anticuerpo monoclonal capaz de eliminar la acción de GIP en ratones. Tras inyectárselo a una serie de ratones, observaron los resultados.

Los animales tratados empezaron a comer menos y sus niveles de grasa y glucosa en sangre disminuyeron drásticamente.

La gran sorpresa fue observar que si los ratones consumían una dieta equilibrada la interacción entre GIP y la leptina era sana: se producía una correcta sensación de saciedad y el peso corporal se mantenía. Pero cuando los ratones consumían dietas muy grasas, se producía el desorden. Es decir, engordamos, no exactamente porque consumimos grasas sino porque éstas nos provocan más deseos de seguir comiendo.

Aún es pronto para determinarlo, pero este estudio podría conducir a una nueva generación de tratamientos contra la obesidad. Si la farmacia es capaz de hallar un medicamento seguro que bloquee la interacción entre GIP y leptina, estaríamos más cerca de encontrar la cura contra ciertos tipos de obesidad. La conexión entre el cerebro y el estómago, diseñada durante millones de años para acumular grasas habría cambiado, por fin.