
Religión
Preocupación e incertidumbre entre los últimos cristianos de Siria
La comunidad cristiana del país de Oriente Medio espera que las autoridades islamistas sean capaces de garantizar su seguridad

Sin aspavientos ni excesivo dramatismo, los cristianos sirios afrontan su incierto futuro en el nuevo país que poco a poco comienza a tomar forma tras la caída a comienzos del pasado mes de diciembre del régimen de Bashar al Asad y la llegada al poder de una amalgama de fuerzas islamistas radicales comandadas por el antiguo yihadista Ahmed al Sharaa, que ha prometido garantizar un futuro de convivencia entre las distintas comunidades etnorreligiosas sirias pero que ha sido incapaz de evitar sangrientos episodios de violencia sectaria dirigidos fundamentalmente contra drusos y alauíes.
Al margen de algún acto vandálico y provocación protagonizada por grupos islamistas radicales en los primeros meses del año, la vida cotidiana de los cristianos sirios -que forman una de las comunidades más antiguas del mundo- transcurre en una ambiente de relativa normalidad y seguridad. «Aunque hay mucha violencia alrededor de ellos, de alguna manera se sienten privilegiados de que no están siendo atacados, si es que eso puede considerarse un privilegio», explica a LA RAZÓN el politólogo sirio y especialista en diálogo islamo-cristiano Bashar Rahme.
Con todo, el peor momento para los cristianos se vivió el pasado 22 de junio, cuando un individuo vinculado a las fuerzas de seguridad sirias acabó en un atentado suicida con la vida de tres decenas de personas que asistían a la misa del domingo por la tarde en la iglesia greco-ortodoxa de San Elías, situada en el distrito damasceno de Dweila. Un recordatorio de que el problema de la seguridad para los cristianos está lejos de encontrarse bajo control.
Una población en declive
Durante más de medio siglo, el régimen baazista, con su marbete panarabista, secular y socialista y copado en sus elementos clave por miembros de la minoritaria comunidad alauí, hizo gala de haber garantizado la convivencia en paz de los distintos grupos etnorreligiosos de Siria, aunque la realidad es que los últimos catorce años fueron los de la persecución, eliminación física y huida de los cristianos sirios.
Desde 2011, año de inicio de las revueltas contra el régimen anterior, la otrora vibrante comunidad cristiana –mayoritariamente greco-ortodoxa– no ha hecho sino declinar como consecuencia de la persecución yihadista, y hoy los especialistas creen que su porcentaje sobre el total de la población siria no llega al 2%.
No en vano, decenas de miles de cristianos huyeron durante la guerra a los vecinos Turquía o Líbano, y hallaron refugio en países como Canadá, Alemania, Suecia o Australia, donde las peticiones de asilo suelen recibir mejor acogida gracias a su condición de cristianos. En una de las iglesias que visitamos nos recuerdan que una reciente encuesta arrojaba el dato inequívoco de que casi el 90% de los jóvenes cristianos sirios desea marcharse de su país.
Aunque existe aún una comunidad cristiana en Alepo y hay cristianos en muchas pequeñas localidades del norte y oeste del país, Damasco, la bíblica Damasco del apóstol San Pablo, el objeto de deseo cruzado, la ciudad mártir de 1860, acoge a la gran mayoría de cristianos sirios.
Lo cierto es que en las calles del barrio cristiano, atravesado por la calle Bab Tuma y la antigua Via Recta de la Damasco romana, se respira un ambiente apacible, y se nota las ganas de vivir en paz de sus habitantes, muchos de los cuales exhiben colgantes con cruces sobre el pecho.
Casi escondida en el corazón del barrio cristiano se encuentra la iglesia de San Ananías, donde según la tradición se produjo la conversión de San Pablo, que tenemos el privilegio de visitar en solitario.
La reparación de las calzadas de las arterias principales del barrio y la reapertura de un buen número de hoteles auguran un futuro de progresiva recuperación comercial y turística de la impresionante ciudad vieja damascena, donde al viajero sorprende en cada esquina una columna romana, un campanario o un minarete.
¡Estamos preocupados por la seguridad, claro!, pero nuestra fe es más fuerte que sus armas», confiesa a LA RAZÓN la joven encargada de una librería familiar dedicada a la venta y reparación de viejas Biblias, un auténtico ejemplo de supervivencia entre supervivientes, en la calle Bab Touma del viejo Damasco.
No se marcharán de allí, nos cuenta desde la pequeña librería, recién regresada con su familia desde Estados Unidos, Jenny, que cree que todo sería bien diferente si leyéramos con atención los Evangelios.
Tampoco se irá el padre Hani, joven párroco de la catedral de San Antonio Abad, sede de la Archieparquía de Damasco de los maronitas, que atiende calurosamente a este medio asegurando que, a pesar de tener la oportunidad de dejar Siria para desarrollar su apostolado en otros destinos, no abandonará Damasco.
La matanza de San Elías
Sin duda, el hecho que ha marcado el presente de los cristianos de Damasco y toda Siria es el citado atentado suicida de San Elías. Uno de los fieles de la iglesia latina de San Pablo, situada en el convento franciscano de la calle Bab Tuma, nos admite al concluir la misa dominical que tras el atentado de junio la asistencia en las iglesias cayó en picado: «Hoy, dos meses después, somos un 30% o 40% de los que solíamos venir los domingos aquí, y eso reuniéndonos cristianos ortodoxos y católicos, que somos la minoría». «Hay miedo a venir a misa», confiesa.
Nos sentamos al final del templo, y al concluir la misa nos acercamos para dar las gracias y pedir por los nuestros a la capilla donde se conservan los restos de los once Mártires de Damasco, entre ellos siete frailes franciscanos españoles –a la cabeza de ellos Manuel Ruiz López como superior del convento de San Pablo– asesinados cruelmente por una turba radicalizada el 10 de julio de 1860. El próximo 20 de octubre de cumplirá un año de su canonización por el papa Francisco.
Sorprende al periodista que, a pesar del riesgo evidente y la cercanía en el tiempo de la matanza de San Elías, apenas un grupo de muchachos aguarda durante la celebración de la Eucaristía con fines disuasorios en el atrio de la iglesia. «No podemos hacer otra cosa», nos advierte el sacerdote al concluir la celebración.
Tras una jornada agotadora entre las polvorientas calles en torno a Bab Tuma, en la que centenares de jóvenes pasean al caer el sol aprovechando la caída de las temperaturas, el periodista se retira en la hospedería anexa a la iglesia de San Elías en un barrio de Dweila vigilado por hombres barbudos con fusiles y vestidos de paisano.
Hablamos con Marie, una joven alojada en la residencia, que nos relata cómo se vivió la fatídica tarde del 22 de junio. «Pasamos mucho miedo porque no sabíamos qué estaba pasando. En Dweila muchos entraron corriendo al interior de la iglesia para encontrarse con los cuerpos de los que acababan de morir y la sangre de los heridos. Seguimos teniendo miedo. No nos sentimos seguros dentro de las iglesias y el temor es que vuelva a ocurrir algo parecido».
Al día siguiente, tras el desayuno, somos testigos de las obras de reconstrucción de la iglesia de San Elías, todavía hoy un esqueleto de cemento, cuyos obreros nos observan con atención y rostro serio. Existe la profunda convicción de que hace tiempo que la cuenta atrás para los cristianos sirios, como para los de la vecina Irak, comenzó.
«No hay futuro para los cristianos en Siria. No tienen proyecto ni plan», nos confiesa un antiguo cargo ministerial del régimen depuesto que conocimos al salir de misa. La misma opinión tiene el politólogo Bashar Rahme: «En general, los cristianos sirios se sienten hoy confundidos tratando de encontrar un rol, un sentido, en esta nueva etapa». Con todo, la vida a secas se abre paso y el barrio de Dweila, de mayoría cristiana con sus colmados de bebidas alcohólicas abiertas de par en par, amanece con el trasiego de los autobuses escolares y los repartidores de agua potable, fruta y verdura sin más afán que el inmediato.
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