Ciencias humanas
Un esfuerzo innecesario que puede cambiar el tratamiento de decenas de enfermedades
Un equipo de científicos ha reescrito el manual de instrucciones de los sistemas energéticos del organismo y por el camino ha encontrado una mutación desconocida en los ratones más utilizados para poner a prueba los futuros medicamentos
A finales del siglo XIX, el joven Max Planck le pidió consejo al profesor Philipp von Jolly sobre su futuro. Planck sentía una especial atracción por la física, por conocer sus fundamentos y su relación con los mecanismos del cosmos, pero von Jolly la consideraba una disciplina agotada para alguien con tanto talento. Hace poco más de un siglo, se pensaba que, salvo por algunos flecos sin importancia, lo esencial en física estaba ya descubierto. Por suerte Planck no escuchó a su maestro y en el primer año del siglo XX ya había puesto la base para la revolución de la mecánica cuántica con sus descubrimientos. Hoy, la computación cuántica es uno de los campos más prometedores de la tecnología moderna.
La historia de Planck muestra cómo el trabajo humilde y meticuloso por comprender los mecanismos fundamentales del mundo que nos rodea puede proporcionar hallazgos en los lugares más insospechados. Hasta hace poco más de una década, también se creía que la forma en que las células producen su energía era algo conocido. Entender el funcionamiento de las mitocondrias, una especie de refinerías que transforman las sustancias diversas que obtenemos de la comida en ATP, la gasolina que necesitan nuestras células para operar, había sido uno de los grandes objetivos de la bioquímica. A principios de los 80 el misterio sobre cómo logran su objetivo las mitocondrias se creía resuelto y en los 90 el análisis de su estructura molecular diseccionó estas fábricas hasta el último tornillo. Ya solo quedaban, como le dijo von Jolly a Planck, cuestiones de detalle.
Sin embargo, la descripción de las enfermedades mitocondriales sembró la duda entre los confiados biólogos moleculares. Ceguera, problemas de corazón o infertilidad eran algunos de los problemas provocados por fallos en la máquina que surte de energía a la célula. Sus conocimiento no podía explicar los síntomas de estas dolencias ni sus mecanismos y esta falta de conocimiento las convertía en males intratables.
"Creíamos que era un sistema totalmente conocido y descrito, pero esto no nos cuadraba", explica el investigador José Antonio Enríquez, del Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares. "Nos planteamos que había que ser más humildes y estudiarlo mejor, aunque había gente que nos preguntaba por qué hacíamos un esfuerzo tan grande en un modelo que se suponía casi acabado", añade. Aquellas dudas no prendieron en Enríquez y su equipo y tras una década de trabajo han empezado a reescribir el manual de instrucciones de estas refinerías celulares. Sus hallazgos, que han aparecido en la revista Science, son un primer paso para conocer los fundamentos que provocan las enfermedades mitocondriales. Y no solo eso.
Una máquina esencial para que el cuerpo funcione
Como sucede en el mundo, donde la política energética puede explicar el bombardeo de países, las extrañas amistades entre fundamentalistas cristianos y musulmanes y las relaciones internacionales en general, la importancia biológica de la mitocondria hace que la comprensión de su funcionamiento pueda tener aplicaciones muy variadas, desde el tratamiento de la obesidad a la respuesta a los ataques cardiacos. Incluso, el trabajo de los investigadores españoles, en el que han participado científicos e instituciones de todo el país, ha descubierto que uno de los animales que se emplea como modelo para investigar sobre las enfermedades humanas no se parece a nosotros tanto como debería.
El primer paso para lograr los tratamientos, que aún tardarán en llegar, ha consistido en volver a cuestionar cómo funciona la mitocondria, en buscar el sistema por el que convierte la comida en esa gasolina celular que es el ATP. En primer lugar, la comida se despieza para ir consiguiendo compuestos cada vez más simples. Si nos comemos un pollo, de las proteínas de sus pechugas se obtendrán aminoácidos, de la grasa de su piel se extraerán ácidos grasos y de los hidratos de carbono de las patatas, glucosa. La energía que se obtiene al romper los enlaces químicos que mantienen unidos los átomos que forman el pollo se acumula en forma de electrones muy energéticos y, dependiendo del tipo de nutriente del que proceden, esos electrones se almacenan en forma de dos tipos de molécula: N y F.
Esos electrones, igual que el petróleo no sirve para impulsar los coches según sale de los pozos de Oriente Medio, aún no pueden ser utilizados por las células. Previamente deben pasar por la mitocondria, que emplea cinco máquinas moleculares para transformar los electrones en ATP, los conocidos como complejos I,II,III, IV y V. Hasta ahora, se creía que esas máquinas flotaban libremente en el interior de la mitocondria y que no se podían asociar entre ellas. La labor de transportar los electrones entre las máquinas la realizarían dos mensajeros, la coenzima Q, una sustancia con variados usos médicos y muchas aplicaciones dudosas, y el citocromo c.
El equipo de Enríquez ha descubierto que las máquinas, más que unos mamotretos del siglo pasado que necesitan operarios para trasladar entre ellos la materia prima, son robots inteligentes que también pueden unirse entre ellos y formar supercomplejos. Esas asociaciones entre las cinco máquinas le darían la posibilidad a la célula de procesar los distintos tipos de electrones que se producen dependiendo de lo que comamos. Las neuronas, por ejemplo, son más delicadas con la alimentación. No pueden utilizar los ácidos grasos y se inclinan por el piruvato que procede de alimentos con azúcar e hidratos de carbono como el chocolate o la pasta. Sin embargo, el hígado es menos escrupuloso. Puede consumir los dos compuestos y cuando escasea el combustible que necesitan las neuronas, consume los ácidos grasos. La versatilidad que da a la célula combinar los cinco complejos de la mitocondría, que permitiría adaptar esa maquinaria dependiendo del tipo de célula y del alimento disponible, estaría detrás de una adecuada gestión de la energía.
Durante su investigación, además de reescribir los libros de texto, los científicos realizaron un descubrimiento que puede tener importantes repercusiones. Al analizar las relaciones entre los cinco complejos de la mitocondria en ratones B6, los que se emplean con mayor frecuencia para investigar todo tipo de enfermedades en todo el mundo, descubrieron que eran, de alguna manera, ratones enfermos. Debido a la mutación en una proteína, no eran capaces de formar un supercomplejo con las máquinas III y IV. Llamaron a esa proteína SCAFI (por las siglas en inglés de Factor de Ensamblaje de Supercomplejos I) y ahora están buscando otras proteínas similares que regulen la unión entre los otros complejos.
Este hallazgo permitiría, por un lado, tener una diana para tratar enfermedades mitocondriales provocadas por la ausencia de SCAFI, y los autores de este trabajo ya están colaborando con otros grupos para lograr ese objetivo. Además, los investigadores quieren comprobar cómo influye la presencia de esa proteína a la hora de responder a infartos de miocardio. "Durante un infarto, el riego sanguíneo se interrumpe en una zona del corazón o el cerebro y eso es perjudicial para la célula", apunta Enríquez. "Pero cuando se restablece, llega oxígeno de forma abrupta y eso es dañino, porque la mitocondria está desorientada y la acumulación de electrones que no se han podido consumir por falta de oxígeno produce daños", afirma. "Queremos saber si la presencia o ausencia de SCAFI influye en que el daño sea mayor o menor", añade Enríquez. "Y también queremos comprobar si una persona con SCAFI engorda más o menos", concluye.
Ratones inesperadamente mutados
Otra vertiente del estudio que puede ser preocupante es la influencia de la mutación encontrada en los ratones B6 sobre el valor de estos animales como modelo para nuestros organismos y nuestras enfermedades. "El metabolismo mitocondrial es la base de todo, desde la expresión génica hasta la metilación y es necesario evaluar hasta qué punto esto afecta", asevera Enríquez. Para comprobarlo, ya están intentando diseñar ratones B6 con SCAFI para compararlos con los que se utilizan ahora en la investigación y ver si hay cambios en el modelo genético.
Carlos López-Otín, investigador de la Universidad de Oviedo que también ha participado en el estudio publicado en Science, reconoce que cambiar esta cepa de ratón por otra "obligaría a replantear muchos estudios genómicos y funcionales actualmente en marcha". No obstante, afirma que "todos los experimentos que se han realizado con esta cepa de ratón utilizan como controles ratones de la misma cepa, lo cual evita problemas de interpretación y consolida los resultados obtenidos". Pero aún así, considera que, a partir de ahora, "habrá que tener muy en cuenta todos los estudios mitocondriales y metabólicos realizados en esta estirpe de ratones, sobre todo en el momento de compararlos con los llevados a cabo en otras cepas o al intentar extrapolarlos a humanos. Al menos hasta que sepamos las consecuencias fisiológicas de la falta de SCAFI", señala.
Es más que probable que el propio Planck no tuviese ni idea hace un siglo de las aplicaciones que iban a tener sus prospecciones en el campo de la física y es difícil prever qué tipo de transformaciones para la medicina puede proporcionar el nuevo manual de uso de las mitocondrias. Lo que sí demuestran ambos casos es la dificultad para agotar un campo del conocimiento pese a lo que sugieran las apariencias. Cuando se llega al final de un camino, un esfuerzo innecesario puede descubrir una nueva ruta desde la que explorar un mundo nuevo.
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