Sexo

«Soy adicto al sexo, no un depredador»

El Estigma de esta enfermedad «humillante» mantiene a Pablo y Nando en permanente conflicto con sus valores morales.

Las sombras de Nando y Pablo, que solicitan anonimato, durante su entrevista a LA RAZÓN. Foto: Alberto R. Roldán
Las sombras de Nando y Pablo, que solicitan anonimato, durante su entrevista a LA RAZÓN. Foto: Alberto R. Roldánlarazon

El Estigma de esta enfermedad «humillante» mantiene a Pablo y Nando en permanente conflicto con sus valores morales.

«El dolor por la muerte de mi madre desató en mí una conducta compulsiva que se manifestaba en el consumo irreflexivo de alcohol, tabaco, infidelidades continuas y una búsqueda enloquecida de sexo en internet, masturbación pertinaz y experiencias con prostitutas. De repente, un día me llegó un olor nauseabundo, mezcla de alcohol y efluvios de puticlub, y sentí pavor. Era un hedor a tumba fría que por fin me hizo reaccionar. Comprendí que necesitaba ayuda, que mi deseo sexual, siempre inagotable, era anómalo y que esa sexualidad insaciable era solo un síntoma, la respuesta a una vida de sufrimiento y muchas carencias emocionales, la búsqueda desesperada de una afectividad que nunca encuentras». Las palabras de Pablo inician la crónica de una adicción tan amarga como cualquier otra, la del sexo. Y si no fuera porque recaló, hace seis años, en el grupo de ayuda de Adictos Sexuales Anónimos (saaespaña.com), su vida sería una verdadera tortura. Hoy, sin embargo, dice haber logrado ese estado de sobriedad que le permite practicar el paso 12 de su programa de rehabilitación, similar al que siguen Alcohólicos Anónimos: ayudar a otras personas a salir de ese fango en el que te hunde una existencia dedicada casi exclusivamente al sexo.

Autodestrucción y soledad

El relato de este hombre, de pelo canoso y rostro lacerado por una vida de desconcierto, nada tiene que ver con el boato que acompaña a la adicción confesa en la industria del cine por parte de muchas estrellas. Él no pisa alfombras rojas, ni ingresa en exclusivas clínicas como The Meadows, en Arizona, por donde han pasado, por ejemplo, Harvey Weinstein o Kevin Spacey, previo pago de unos 36.000 dólares mensuales. Su programa, Gentle Path, de 45 días, monitoriza a sus pacientes las 24 horas y usa la expresión artística como terapia, además de fármacos antidepresivos, ansiolíticos y antiandrógenos para suprimir el impulso sexual.

El contraste de circunstancias de unos y otros suscita sospechas. ¿Realmente los acusados en el movimiento #meToo son víctimas de una adicción sexual? Weinstein ha suplicado benevolencia, pero su entrevista con el periodista Taki Theodoracopulus no resultó muy convincente: «Nací pobre, feo y judío. Ninguna chica de miró hasta que triunfé en Hollywood». ¿Justifica esto un acoso? El psiquiatra José Luis Pedreira Massa responde con un no rotundo: «La adicción sexual es la puerta más honrosa que ha encontrado esta gente poderosa que trata de evadir la justicia ante acusaciones de abuso, acoso y, en ocasiones, violación. El adicto sexual no acosa, no viola, no transgrede ni traspasa ciertos límites. Quien lo sufre se autodestruye, pero lidia en solitario con sus demonios. Además, el proceso de recuperación es muy largo hasta que el paciente aprende a controlar los impulsos y a llevar una vida digna y armónica. Aunque en España, hay centros con terapias intensivas, el tratamiento habitual es ambulatorio».

La nueva horda de famosos que se declaran adictos sexuales nada tiene que ver con el testimonio de Nando, otro miembro de Adictos Sexuales Anónimos en proceso de rehabilitación. Para él, el sexo se convirtió en un mecanismo de huida de sus tormentos infantiles (abusos sexuales en un entorno familiar y bullying por parte de sus compañeros de colegio). Su confesión confirma el argumento del doctor Pedreira: «El dolor me lo causo a mí mismo y a mi entorno. Ni por asomo me ha tentado jamás la idea de acosar o abusar sexualmente. Hasta hace seis años, mis días transcurrían en una burbuja de absoluta falta de control y búsqueda descomedida de novedades. Era una necesidad continua que no me podía quitar de la cabeza, distorsionando mi propia vida y quebrando mis propios principios. Mis días se reducían a descubrir y contemplar imágenes pornográficas en internet de una manera atormentada e impaciente. La ansiedad era tal que en plenas reuniones de trabajo he necesitado abandonar el puesto y correr en busca de sexo en el móvil. Esa exigencia estaba por encima de cualquier otra responsabilidad. He visto escenas que a mí mismo me abochornan. Aunque no existe cura definitiva, voy dejando atrás una vida cargada de culpa, complejo, vergüenza, mentiras y riesgos que no llevan a ninguna parte. Es el estigma de una enfermedad humillante que te mantiene en permanente conflicto con tus valores morales».

Lo más complicado, según quienes lo padecen, es admitir el problema. Pero sin este reconocimiento no hay rehabilitación posible. Luego llegará un periodo de abstinencia en el cual cada uno marca sus límites. Nando llegó a este grupo de ayuda de la mano de su mujer, que le ha apoyado en todo momento. «La sensación fue de absoluto alivio. Aquí me encontré con hombres y mujeres que comparten, además de la adicción, el deseo de resolver su problema común y ayudar a otros en su recuperación». Con el tiempo, tanto Nando como Pablo van aprendiendo a construir una relación más sana con su sexualidad, a no usarla de un modo autodestructivo y a ligar el sexo con los sentimientos. Hasta llegar aquí ha habido largas noches de insomnio y muchas resacas de lujuria, dolor y remordimientos».

Mientras los pacientes luchan por recuperar su vida, son muchas las incógnitas que rodean a esta enfermedad. Se sabe que la actividad cerebral de un adicto al sexo ante imágenes pornográficas es similar a la de los adictos a la droga cuando se les muestra la sustancia adictiva. A pesar de ello, la neurocientífica Valerie Voon, de la Universidad de Cambridge (Reino Unido) no encuentra evidencia suficiente para hablar de adicción. Carlos Chiclana, psiquiatra experto en el tratamiento de adicciones y profesor de Medicina de la Universidad CEU-San Pablo, sostiene que todavía no hay estudios para afirmar rotundamente que las vías nerviosas que intervienen en estos enganches sean las mismas que las de la adicción a una sustancia. Ni siquiera existe la categoría médica para diagnosticar adicción al sexo con estas palabras.»Este año –afirma Chiclana- la OMS ha recogido en su nueva clasificación de enfermedades la conducta sexual compulsiva, que incluye los problemas con la pornografía. Se diagnostica de acuerdo con los síntomas que presenta la persona, escalas de medición y descartando la presencia de patologías que expliquen lo que está pasando. Es una conducta que requiere ayuda profesional o al menos un plan estructurado».

Obsesiones, fantasías y prácticas violentas

Aunque los datos académicos muestran que podría afectar en torno al 6% de la población, el doctor no descarta un porcentaje mucho más alto debido al aumento progresivo del consumo de pornografía a través de dispositivos electrónicos. Un uso que empeora la vida sexual del consumidor y le provoca propensión a desarrollar una adicción comportamental (sin sustancia), según confirmó el 40% de las 3.700 personas que respondieron a una encuesta realizada por su equipo. En su experiencia con más de 200 personas tratadas, ha detectado que hay factores de riesgo: baja estima, problemas en el ámbito familiar, escolar o social, uso de tóxicos, patologías psiquiátricas, falta de educación sexual, historia de abuso sexual, exposición temprana a la pornografía o estados emocionales negativos. También asegura que se puede tratar. «Lo principal es encontrar un motivo para dejar esta conducta que le daña y después diseñar un proyecto de vida sexual». A punto de cerrar el reportaje, llegael testimonio desgarrador de J.R., una mujer miembro de Sexólicos Anónimos, un grupo presente en todo el mundo que nació hace 39 años: «Mi adicción me llevó a un sinfín de relaciones encadenadas, obsesiones, fantasías, prácticas violentas, exhibicionismo y masturbación compulsiva. Mi prioridad era siempre un hombre y me vi arrastrada a hacer cosas que no quería, que me causaban sufrimiento y que siempre dije que nunca toleraría. El último violador que llegó a mi vida me hizo sentir que iba a morir, que no podía más. Buscando ayuda para él, la encontré para mí». Su misiva es mucho más larga y descarnada, pero esperanzadora: «Después de tres años y ocho meses, tengo un buen trabajo, disfruto de mi familia y cada día es una nueva oportunidad para ofrecer la mejor versión de mí».