Ciencias humanas
Universo Punset: todo lo que nos enseñó
No fue un divulgador, al menos, no al uso. Era un hombre con una curiosidad infinita y una infinita capacidad de hacer preguntas. El conocimiento que adquirimos gracias a su trabajo procedía siempre de una interrogación, algo exclusivo y fieramente humano.
No fue un divulgador, al menos, no al uso. Era un hombre con una curiosidad infinita y una infinita capacidad de hacer preguntas. El conocimiento que adquirimos gracias a su trabajo procedía siempre de una interrogación, algo exclusivo y fieramente humano.
Soy de los que creen que la gran aportación de Google a nuestra civilización no es la posibilidad de encontrar millones de respuestas, sino la de hallar miles de millones de preguntas. En el buscador todopoderoso están todas las preguntas posibles (o casi todas). Desde luego, trillones de veces más preguntas de las que a cualquiera de nosotros se nos hubieran ocurrido en toda una vida. Cada vez que alguien pregunta algo original, algo que no se nos había pasado por la cabeza preguntarnos, experimentamos un gozo especial no comparable a ningún otro. Es evidente: no hay preguntas tontas, hay tontos que nunca se hacen preguntas. Y el ser humano no es tonto. Por eso tiene la manía de preguntar. De ahí que, en contra de lo que creemos, el ser más inteligente no es el que tiene todas las respuestas, sino el que hace las mejores preguntas.
Eduardo Punset no era un divulgador. Al menos, no el divulgador tal como lo entendemos: el que trata de repartir sus conocimientos, de popularizar un saber y hacerlo accesible. Punset era un hombre con una curiosidad infinita y una infinita capacidad de hacer preguntas. El conocimiento que tantos adquirimos gracias a su trabajo procedía siempre de la chispa mágica de una interrogación. Interrogar, que se sepa, es una cuestión fiera y exclusivamente humana.
Por eso, la ciencia lleva acompañándonos toda la existencia, desde tiempos inmemoriales, desde mucho antes incluso de que existiera la propia palabra «ciencia». Por eso nos fascina cuando alguien es capaz de interrumpir nuestro devenir cotidiano con un sorbete de ciencia fresca en la pantalla del televisor. Con Punset aprendimos que los seres humanos, por ejemplo, estamos unidos al cielo por un hilo invisible y milenario. Algo conservamos de nuestros abuelos, acostumbrados a vivir al ritmo que marcan la estrellas. Hasta hace muy poco, la contemplación del Cosmos era una estrategia de supervivencia. Se requería conocer algo de astronomía doméstica para anticipar las estaciones, la duración de los días, las migraciones de las aves y el clima.
Mirar al cielo
Un agricultor egipcio sabía más de astronomía, quizá, que un estudiante de bachillerato de hoy. Necesitaba saber cuándo sembrar y recoger, cuándo proteger las plantas de la inclemencia, cuándo buscar cobijo para el ganado... De ahí que observara con atención las estrellas y la luna, por la noche, y las nubes y los vientos, por el día. Hoy, mirar al cielo es una afición para algunas personas y una tarea para muchos investigadores. Pero el común de los mortales se pasa la vida sin saber dónde se puede encontrar la Estrella Polar y descubrir el gozo intelectual que produce encontrarla en el cielo. Los miembros de nuestra especie que son capaces de iluminarnos, de encender en nuestras modestas cabecitas la pasión por el saber, deberían ser tratados como héroes. Y ayer nos dejó uno de ellos.
De la mano de su obra aprendimos a acariciar la idea de que somos una compleja asamblea de átomos y no el aliento de un eco sobrenatural y eso, en lugar de empequeñecernos, realza, al menos, nuestro respeto hacia los átomos. Hallar, como parece probable, que nuestro planeta no es más que uno entre miles de millones de mundos que forman la Vía Láctea expande majestuosamente el abanico de lo posible. Darnos cuenta de que nuestros ancestros eran también los abuelos de los simios nos une al resto de las formas vivientes y genera reflexiones sobre la naturaleza humana trascendentales y, a veces, tristes, pero irremediablemente fascinantes.
Saber transmitir
No es otro el efecto que la ciencia bien transmitida provoca en nuestros corazones. Y Punset lo supo provocar con magistral finura. Es cierto que, en ocasiones, a los que nos ha tocado la tarea de explicar las cosas de la ciencia se nos escapa que la verdadera fascinación por el conocimiento está, no en los grandes teoremas y en las ufanas publicaciones técnicas sino, como el Dios de Santa Teresa, entre los fogones. A lo largo de su carrera de comunicador Punset tuvo la oportunidad de encontrarse con los más prestigiosos científicos del mundo. De todos hemos aprendido las luces y las sombras de la aventura del saber. Y en su camino nos enseñó que la ciencia más fascinante, da igual que hable de galaxias remotas, de animales ignotos o de movimientos geológicos poderosísimos, nos remite siempre a nosotros mismos. A las cuestiones de la vida cotidiana ante las que la ciencia aún se siente diminuta. ¿Por qué nos enamoramos? ¿Por qué tendemos a creer en religiones? ¿Hay algo después de la muerte? ¿Cómo funciona la memoria humana? ¿Por qué hay gente con carisma? ¿Por qué te alivia el dolor la caricia de tu madre? ¿Qué hace que nos enternezca ver la sonrisa de un hijo? ¿Qué es realmente la locura? ¿Por qué no podemos eliminar el cáncer? ¿El ser humano es violento o solidario por naturaleza?
Puede que nunca nos hubiéramos preguntado tales cosas si no se lo hubiésemos oído preguntar antes al maestro Punset.
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