Historias de vida

El viaje de los refugiados: del dolor a la esperanza

Aprender el idioma, encontrar un trabajo y encajar socialmente son algunos de los desafíos a los que se enfrentan al llegar a España a la vez que curan sus heridas

Maria, de 37 años, ucraniana, junto a Mohamed (22 años), de Mali
Maria, de 37 años, ucraniana, junto a Mohamed (22 años), de MaliAlberto R. RoldánLa Razón

Nuestro país se encuentra a la cola de la Unión Europea en lo que se refiere al reconocimiento de asilo, con un 18,5% de las solicitudes que se resuelven favorablemente, una cifra que se encuentra a años luz de la media de toda la UE, que es del 46,6%. Según el informe anual de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), en 2024 se quedaron 242.056 solicitudes de protección internacional sin resolver, un 26,6% más que el año anterior.

Entre los países con más solicitudes de asilo en España se encuentran Venezuela, Colombia y Mali. Perú, Senegal, Marruecos, Nicaragua, Honduras, Mauritania y Ecuador completan la lista de los diez principales países. El perfil del solicitante es un hombre (57,7%), joven, que realiza el trayecto solo, principalmente desde América Central y del Sur y África del Norte y Occidental.

El proceso de solicitud puede resultar largo y complejo. Las personas que piden asilo se enfrentan a demoras administrativas, barreras lingüísticas y a dificultades a la hora de acceder a servicios básicos como vivienda, salud y educación. El Estado y las organizaciones no gubernamentales poseen programas de acogida, pero ante la demanda creciente su capacidad resulta a menudo insuficiente. Aunque en algunos casos las solicitudes se resuelven con trámite de urgencia, especialmente los casos relacionados con la guerra en Ucrania, otras nacionalidades encuentran más trabas para obtener protección.

Además, los solicitantes de asilo se enfrentan a desafíos en su integración social y laboral, por ejemplo con cualificaciones profesionales obtenidas en sus países que no pueden homologar de forma ágil, lo que limita sus oportunidades laborales y se refleja en su capacidad económica.

Rafael González, del programa de protección internacional del centro San Juan de Dios en Ciempozuelos (Madrid), señala que el rasgo común de las personas refugiadas es la vulnerabilidad. A nivel personal, estas personas temen «no encajar, tienen miedo al fracaso, a no tener vivienda». «Llegan con muchos miedos, ya que el derecho al asilo y al refugio y el tema migratorio es puesto en duda constantemente por diferentes políticas y discursos mediáticos», señala. En este sentido, puntualiza que «la migración no es un problema, es una realidad a gestionar».

Su organización se encarga de prestar a los recién llegados «atención sanitaria, psicológica, y también hay una necesidad muy clara de ser transparentes, y que tengan acceso real y claro a los procesos de asilo y refugio en España», indica este experto.

No obstante, destaca que «la necesidad más urgente es acompañarles para que retomen el control de su vida. Migrar es un hecho doloroso, difícil, es una decisión muy compleja que supone dejar atrás todo lo que has construido, tu lugar de origen, tu familia, tu trabajo, tus estudios, cosas visibles y no invisibles». Por eso, destaca la existencia de «un duelo migratorio que hay que trabajar».

En su contacto del día a día con los refugiados, González asegura que «me ha enseñado a ver el mundo desde una escala de valores diferente, y he aprendido que no son víctimas pasivas, sino activas con mucha fuerza, con sus sueños, y no deja de sorprenderme la capacidad que tienen para reconstruirse incluso en circunstancias de mucha incertidumbre».

Maria, Yulia y Mohamed son algunos de los miles de personas que han solicitado asilo en nuestro país en los últimos meses, y los tres han recibido la ayuda del programa de protección internacional de San Juan de Dios. Aunque sus problemáticas son muy diferentes, coinciden en señalar que el idioma es la dificultad a más importante al que se han tenido que enfrentar tras su llegada a España.

El caso de Mohamed, de 22 años, procedente de Mali, es paradójico en este sentido, ya que, pese a no saber una palabra de español cuando llegó a nuestro país, el idioma es precisamente lo que le ha permitido encontrar trabajo. Nacido en Bamako, estudió árabe y francés. Debido a la falta de estabilidad existente en Mali, decidió dar el paso y salir de allí, dejando atrás a su familia.

Desde Mauritania llegó hace un año y medio a la isla de El Hierro, y a los ocho días fue trasladado a Madrid, a un centro de acogida de la Cruz Roja en Carabanchel. «Cuando llegué no sabía decir hola, ni gracias, ni nada», recuerda. Aunque en el centro de Cruz Roja tenía una hora de español al día, «vi que no era suficiente para aprender el idioma», por lo que pidió ayuda a una trabajadora social para que, después de las clases, le explicara las cosas que no entendía.

«Cuando se iba me dejaba ejercicios para el día siguiente. Yo siempre estaba practicando», señala. «Cuando llegamos solo pensábamos conseguir los papeles y trabajar, no pensamos en el idioma. Ahora sabemos que hay que aprender español primero», afirma Mohamed, al que le ha conquistado «la cultura española» y la comida, «como la tortilla de patatas».

Ahora, su rápido aprendizaje de nuestro idioma le ha permitido tener un contrato laboral con una ONG ayudando a los recién llegados de Canarias, a los que acompaña a resolver trámites administrativos, o al médico como traductor.

Yulia, de 40 años, vino con su hijo Myroslav huyendo de la guerra en Ucrania
Yulia, de 40 años, vino con su hijo Myroslav huyendo de la guerra en UcraniaCedida

Más allá de la barrera del idioma, Yulia Shapovalova (40 años) y su hijo Myroslav (18) tuvieron además que enfrentarse al trauma que supuso para ellos tener que abandonar casi de un día para otro su país cuando estalló la guerra de Ucrania. Con el único objetivo de huir «lo más lejos posible”, su primer objetivo fue viajar a Portugal, pero uno de los voluntarios que les ayudaron durante su viaje les convenció de que probaran suerte en España, y Yulia dijo sí. Tampoco sabían nada de español, pero en su caso les ha resultado un poco más fácil aprenderlo porque ya sabían otro idioma, inglés.

En su país Yulia trabajaba en apoyo al aprendizaje, con niños que padecen discapacidad intelectual, y en España se gana la vida como monitora de yoga y pilates, aunque sufre los problemas de la estacionalidad de los cursos. Al ser la “cabeza de familia” le preocupa disponer de estabilidad laboral para vivir sin preocupaciones y poder pagar el alquiler. Su hijo está estudiando bachillerato, y reflexiona sobre si estudiar o no una carrera.

Yulia afirma que, aunque pudiera, no quiere volver a Ucrania: «Echo de menos muchísimo mi vida de antes de la guerra, pero esa vida murió el primer día en que ésta empezó», reflexiona. Pero además, «nos sentimos muy a gusto aquí. Me gusta mucho la gente, es muy abierta, muy amable». Además, se muestra muy agradecida con quienes les han ayudado, “y por lo mucho que hemos aprendido, antes tardaba dos días en rellenar cualquier impreso”.

Cuando le preguntamos por el futuro, confiesa que tras lo vivido ha aprendido a no hacer planes a largo plazo: «Estoy muy enfocada en el hoy, como mucho pienso en unos meses hacia adelante», afirma.

Años antes de que estallara la guerra en Ucrania llegaron a España Maria Koval (37 años), su esposo y sus tres hijos. En su caso la decisión de abandonar su país vino provocada porque el mayor padece parálisis cerebral. Su vida en su país “era bastante buena, yo trabajaba como agente inmobiliario, y mi esposo ganaba bien, trabajaba en construcción y tenía su equipo”. Maria afirma que la influencia que ha tenido durante mucho tiempo la Unión Soviética en Ucrania “afectó mucho a la forma de pensar de nuestra sociedad”, y ante ciertas circunstancias “tienen la mente cerrada”. “La vida es muy corta”, y por el bien de su hijo, “decidimos cambiar algo”. Su hermano le recomendó que viajaran a España y no lo pensó. “Vinimos a Madrid, no sabíamos nada de español. Dos meses después de llegar nos acogió el centro de San Juan de Dios en Ciempozuelos”. Les concedieron el permiso de residencia por razones humanitarias “y empezamos nuestra vida fuera del programa. “. Al dedicarse a la construcción, su esposo tuvo más fácil encontrar un trabajo, “yo tengo el grado en Psicología pero no puedo trabajar aquí porque no he homologado mi título”, señala Maria. Por el momento trabaja en el turno de noche de unos grandes almacenes, porque le permite compatibilizarlo con el cuidado de sus hijos. “Es muy duro, pero no tengo otra opción por el momento”. De nuevo, afirma que el idioma ha sido una de las dificultades más importantes a las que se han enfrentado, así como la vivienda: “A los refugiados nos preocupa mucho el tema del alquiler, porque es casi imposible encontrar algo” asumible “y porque los recién llegados no tienen avales”, apunta. No obstante, confiesa que “nosotros lo tuvimos más fácil que los que han venido por la guerra, porque pudimos pensarlo, estábamos preparados y sabíamos lo que queríamos hacer”.

En Madrid su familia ha encontrado colegios especiales para su hijo con discapacidad “en Aranjuez, es muy bueno, los profesores, los técnicos, son buena gente”. Incluso le han ayudado a comunicarse en nuestro idioma: “Al principio usaban pictogramas, ahora ya entiende el español y puede contestar, sabe muchas palabras”, afirma orgullosa. Los dos más pequeños aún no se han integrado por completo, pero están en ello. “Están bien, tienen amigos”, pero les ha costado el colegio y ciertas asignaturas, sobre todo a la mediana, dice Maria.

Pese a todo, no se plantean volver. Perdieron su casa en un bombardeo “no tenemos dónde volver, y ahora ya no queremos”. Han podido comprar un piso y, como muchas otras familias españolas, se concentran en salir adelante y pagar la hipoteca.