Crítica
«Inquilino»: El quimérico derecho a la vivienda
Autor: Paco Gámez. Directores: P. Gámez, Judith Pujol y Eva Redondo. Intérprete: P. Gámez. Teatro María Guerrero (sala de la Princesa), Madrid. Hasta el 19 de enero.
A medio camino entre el teatro documental y la autoficción –dos géneros que gozan en estos momentos de muy buena salud, y de gran predicamento entre creadores y espectadores– cabría situar este monólogo con el que Paco Gámez ganó el Premio Calderón de la Barca el año pasado y que él mismo protagoniza estos días en una producción del Centro Dramático Nacional.
«Inquilino» cuenta en primera persona la historia de un tipo cualquiera, en este caso el propio actor, que de la noche a la mañana se encuentra con una desorbitada subida del alquiler de su vivienda y, por no poderla hacer frente, con una consiguiente orden de desahucio. Por más interesante que pueda ser el tema de fondo, y por muy verdadero y logrado que suene el irónico tono de distanciamiento que Gámez da a la función, lo cierto es que a la obra, sobre el papel, le falta hojarasca en su conflicto, que está demasiado esquemático; y le falta también, sobre el escenario, cintura y exuberancia interpretativas, dado lo difícil que siempre resulta llevar a buen puerto un monólogo dramático de estas características sin que al espectador el trayecto le resulte cansado o monótono.
El propio Gámez, junto a Judith Pujol y a Eva Redondo, asume también la dirección de una función con algunos momentos verdaderamente poéticos en los que el lenguaje se eleva, y hasta se rebela, en la forma, tratando de doblegar la adversidad que impera en las escenas que se narran o se representan; y hay asimismo una ocurrente y bien traída evocación a precedentes de la literatura clásica en algunas de las situaciones más dramáticas. Así se explica que a su calle la llame ficticiamente Numancia, en referencia al desesperado intento de este pueblo celtíbero de no ser arrasado por los romanos en la tragedia que inspiró, entre otros, a Cervantes; o que pregunte metafóricamente a su casero si acaso pretende que le pague con una libra de carne, del mismo modo que Shylock exigía a Antonio que saldase su deuda en «El mercader de Venecia».
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