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«The Witcher»: el Trono de Hierro sigue sin sucesor
La nueva serie de Netflix ha sido diseñada para hacernos olvidar lo sucedido en Poniente, pero solo logra hacernos recordarlo con más nostalgia
Construir un mundo de fantasía heroica no es fácil, especialmente si se pretende no solo que tenga coherencia interna, sino también que tenga profundidad temática suficiente como para conectar con audiencias que no se sienten naturalmente atraídas por cuentos de caballeros, princesas y dragones. Y para apreciar el buen trabajo que «Juego de Tronos» hizo en ese sentido –pretendamos que su última temporada nunca existió– no hay más que fijarse en el sinfín de series mediocres que han tratado de recoger su testigo. «The Witcher» no es sino la última de ellas.
Basada en la saga literaria publicada por Andrzej Sapkowski en los 90 –sucesivamente reconvertida después en una película estrenada en 2001, una teleserie polaca y una exitosa saga de videojuegos–, la nueva ficción está protagonizada por Geralt De Rivia, un cazarrecompensas mutante de melena imposible que viaja entre aldeas matando monstruos de todos los tamaños, formas y consistencias y, de paso, acostándose con mujeres. Lo acompaña un molesto bardo, decidido a convertirlo en leyenda. En cada episodio pasa más o menos lo mismo: Geralt asume la tarea de matar a un monstruo, un personaje secundario recita un artículo de Wikipedia sobre dicho monstruo y luego el pétreo héroe pasa buena parte del metraje matando al bicho; después sigue adelante, y el proceso se repite. El periplo de Geralt aparece intercalado con el de otros dos personajes: Ciri, una joven princesa perseguida por fuerzas desconocidas tras la caída de su reino; y Yennefer, una jorobada que poco a poco se convierte en poderosa hechicera.
La expresividad de un tronco
Estas tres historias permanecen casi completamente desconectadas durante la primera mitad de la temporada, de modo que, si bien la serie carece de suficientes personajes como para funcionar como relato coral, tampoco posee un centro de gravedad. En todo caso las dos mujeres son mucho más interesantes que el mutante, en parte porque sus arcos narrativos son más sólidos pero sobre todo porque el actor Henry Cavill, conocido sobre todo por su trabajo como Superman, tiene la expresividad de un tronco de abedul. A priori, lo lógico es suponer que una ficción llena de sangre, intrigas palaciegas, alguna que otra orgía y criaturas como elfos y gnomos necesariamente tiene lo necesario para mantener nuestro interés; uno de los motivos por los que «The Witcher» no lo logra es que todo en ella resulta genérico e indistinto; todos los castillos, no importa la región en la que estén, parecen haber sido decorados en la versión medieval del Conforama.
Asimismo, es un relato increíblemente confuso, y eso sorprende si tenemos en cuenta su mala costumbre de sobreexplicar las cosas; hay varios personajes que existen solo para contarnos la historia y, en una escena, uno de ellos incluso le explica cosas a un bebé muerto. Por último, la ausencia de un tono cohesivo impide que nada de lo que sucede en ella importe realmente; la narración incluye momentos de intenso drama o de espantosa violencia que se ven saboteados por destellos de humor chusco metidos con calzador o por las risas involuntarias causadas por diálogos presuntamente serios. Al final, el único elemento redentor de «The Witcher» estaría en sus escenas de lucha de no ser porque están tan insuficientemente iluminadas que a menudo se hace difícil entender qué sucede exactamente; a menudo, lo único que se distingue claramente en la pantalla es la melenaza del tal Geralt. ¿Lo peor de todo? Al parecer, esta primera temporada no es sino un largo prólogo de la verdadera aventura, que sucederá en la segunda. Esperaremos a que alguien nos la cuente.
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