Televisión
Sobrevivimos a los Goya
La gala de Los Goya, reconozcámosle el mérito, consigue, año tras año, dejar en todos nosotros la sensación indiscutible de haber sido la más larga, tediosa y soporífera de la historia. Y en esta edición, de nuevo, lo ha conseguido. Todavía estoy bostezando.
Para mí, la gala de ayer tiene un héroe, por irreverente. Tengo que decirlo y quiero conocerle: el visionario que decidió arriesgar y poner una lluvia dorada (perdón) en el acceso al palacio de deportes de Málaga, donde se celebraba la ceremonia. Impagable. Aunque lo que a mí me hubiese gustado ver es el momento en que presenta la idea a los responsables del evento. “He pensado, verán, que quedará muy pintón que todo el actorío patrio, con sus mejores galas, atraviese una lluvia dorada (perdón) gigantesta”. Hay pitchs que deberían ser públicos por razones obvias.
Pero empecemos por el principio, que me aturullo. La alfombra roja. Si algo nos quedó claro es que, para asistir a saraos hoy, está de moda el blanco y la raja de la falda a la altura del útero. Vimos ayer tanta pierna kilométrica asomando por aberturas textiles inabarcables que yo solo podía pensar en si habría desfibriladores suficientes para atender a todas las socias de CIMA. Por cierto, que no vi ni un solo abanico rojo este año. ¿Qué ha pasado? ¿Ya hemos acabado con el heteropatriarcado? Ya sabía yo que lo de agitar abanicos rojos vestidas de domingo no podía fallar. Es a la lucha contra el machismo lo que una patada voladora a un combate callejero.
La alfombra roja. Najwa Nimri fue, para mí, la más valiente. Porque caerte al salir de la bañera y aún así levantarte y, con la cortina de la ducha aún enredada en tu cuerpo, acudir a la ceremonia sonriendo, tiene mucho mérito. La seguía de cerca Nadia de Santiago, que se levantó tarde y llegó en salto de cama porque no le daba tiempo a cambiarse. Pero si a mí el salto de cama me quedara como a ella no me pondría jamás otra cosa, también lo digo.
Nieves Álvarez, que es nuestra Heidi Klum (nadie sabe por qué, pero está en todas las fiestas) iba monísima pese a que su vestido lo había mordisqueado el perro, uno muy grande, justo antes de ponérselo. A Goya Toledo parecía que le había vomitado encima un unicornio con resaca, de tanto brilli brilli que llevaba, y Marisa Paredes podría haber exclamado en cualquier momento “ah, Blanche, ¿no sabes?, hay ratas en el sótano”, al más puro estilo Baby Jane, sin que nadie se sorprendiera por ello.
Ellos, por su parte, todos de camareros de salón de bodas. Solo Eduardo Casanova se salía un poco de la norma (un poco, digo, qué cuajo) vestido de blanco, con capa, fajín y guantes de encaje. Que una no sabía si iba a los Goya, a batirse en duelo o a tomar la primera comunión.
Lo más destacable de la ceremonia fue la de veces que se cruzaban los asistentes por delante de la cámara. Creo que sería capaz de decir, con una horquilla de error de dos veces arriba o abajo, las ocasiones en que Jorge Sanz o Jaenada fueron al baño. Esas próstatas están pidiendo revisión. Y, nosotros, un realizador más ducho.
También las sillas merecen mención aparte. Mira, yo que sé, soy de fijarme en los detalles. Pero conseguir que venga Penélope Cruz (vestida de prado tirolés), Antonio Banderas (que siempre habla como si llevara algo en el cuello que debe sujetar contra el pechete), Almodóvar (que tenía los ojos tan rojos al quitarse las gafas de sol que por un momento pensé que haría como Cíclope, de los X Men, y fulminaría a todos en directo)… Digo, que conseguir que venga tanta estrella de relumbrón y sentarlos en sillas plegables y tenerlos ahí tres horas y media, es como para que intervenga algún abogado penalista norteamericano y le busque las cosquillas a la Academia. Por torturas. Por lo menos.
Los agradecimientos también tuvieron su aquel. Mucha madre muerta, mucho pueblo que les estará viendo, mucho gracias por creer en mí, mucho lenguaje inclusivo por parte de ellas (académicas y académicos), mucho “seré breve” de los que permiten ir al baño, a la nevera, a la despensa, llamar a la tía de Cuenca, poner una lavadora, tendrla, volver y seguir tan pichi el devenir de la gala. Para el año que viene sugiero un Goya al agradecimiento más breve. Si nadie sabe reír como lloraba Chavela, nadie sabe agradecer como lo hacía Carmen Frías. “Muchísimas gracias a todos”. Venga, adiós muy buenas. Qué tía.
Resumiendo: Previsible, aburrida, interminable y sin gracia. Disculpadme los eufemismos.
Alguien debería darse cuenta ya de que esa fórmula no funciona, que desde Rosa María Sardá no ha habido una gala digerible. Alguien debería también, en nombre de todos, hacerle entender a Belén Rueda que podría dejar ya de aparecer siempre vestida de Nicole Kidman vestida de Grace Kelly vestida de princesa.
Mucho chiste malo, mucho scketch fallido, el típico speach enlazando títulos, un poco de Rhodes, un poco de melancolía con los decesos (poco aplauso hubo este año para los fallecidos), numeritos musicales que me hicieron extrañar los de Alex O’dogherty (nunca pensé que diría esto). En fin, lo de siempre.
Mucho Goya para Almodóvar, que para una vez que viene. Aprovechó para guiñarle el ojo a Pedro Sánchez y decirle “bonitos ojos tienes”. Porque gritarle desde el escenario que le diera una subvención, por sus muertos, quedaba feo.
Pepa Flores no asistió a recoger el Goya honorífico, como era de esperar, y lo recogieron sus hijas. Una de ellas cantó, como podía haber cantado yo o cualquiera, porque vaya tela. Y ya está.
Quiero para mañana sobre mi mesa, a primera hora, una redacción sobre cómo encaja la raja de la falda hasta las trompas de falopio, y una moza en bolas con pegatinas entregando un premio, con la reivindicación esquizofeminista. 30 páginas a doble espacio, haciendo especial hincapié en el concepto “cosificación de la mujer, a veces sí a veces no, dependiendo de cómo de guapas queremos salir en la foto”.
Y a ver el año que viene con qué (no) nos sorprenden.
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