Comunicación
La postmentira
Vicente Vallés, analiza desde el punto de la comunicación estos 100 días de alerta
Pocas frases han hecho fortuna en política como aquella que popularizó el equipo de campaña de Bill Clinton en las elecciones de 1992: «Es la economía, estúpido». Ese equipo, formado por jóvenes irreverentes y deslenguados, acertó al entender de qué iba aquella votación. No iba de la victoria en la Guerra del Golfo de 1991, como pretendía el presidente George Bush padre. Iba de recuperar la economía.
Llegados a junio de 2020, los españoles estamos lejos de ser llamados a las urnas. El gobierno Sánchez-Iglesias, aunque en solo seis meses haya envejecido prematuramente, tiene un largo itinerario por delante. Y, sí, la economía será muy importante. Pero las emociones lo son y lo serán aún más.
Así lo cree, y tiene buenos motivos, el principal asesor de Pedro Sánchez, el jefe de Gabinete Iván Redondo. Su tesis es que los votantes «primero se emocionan y luego piensan; primero sienten y luego deciden». En consecuencia, el trabajo de un líder es construir una narración emotiva que refuerce su posición política al involucrar a una mayoría de ciudadanos. Sostiene Redondo que las emociones básicas son el miedo, el rechazo y la esperanza. Y si alguien se arma de paciencia y repasa los discursos de duración casi castrista pronunciados por Pedro Sánchez cada fin de semana desde marzo, encontrará trazas inconfundibles de esos condimentos más instintivos que racionales.
El tándem Sánchez-Redondo ha jugado esas bazas ante una crisis sanitaria de muy difícil gestión para cualquiera. Y en parte ha logrado su objetivo consistente, como primera providencia, en mantener prietas las filas de los suyos, de los que sintieron esas emociones: emoción ante lo ocurrido, rechazo de aquellos que critican la gestión del Gobierno y esperanza de sostenerlo en el poder frente a los enemigos.
Estos meses de calamidad sanitaria, lejos de unir al país, han amplificado la natural tendencia española al fanatismo del «nosotros contra nosotros mismos».
Un ejemplo: el empeño periodístico de conocer la verdadera magnitud numérica de la tragedia, de saber cuántos españoles han muerto debido al coronavirus, ha sido entendido por unos como una obsesión enfermiza por «derrocar al Gobierno», y por otros como un ejemplo de heroísmo frente al supuesto «poder ilegítimo que nos gobierna». La realidad suele ser tan simple como la definió para sus alumnos un viejo profesor de este oficio: entérate de lo que pasa y cuéntalo.
Pero en estos tiempos lo único simple es el avance imparable del fanatismo gracias al efecto multiplicador de las redes sociales, en las que solo se considera cierto aquello que coincide con el punto de vista del que lo lee, o que alimenta sus emociones. Otra vez las emociones.
Los medios tradicionales son encasillados. Los periodistas, etiquetados. Las preguntas en ruedas de prensa, filtradas, seleccionadas y desnaturalizadas. Las respuestas, regateadas. Ya no hay verdad. Ni siquiera hay postverdad. Nos hemos zambullido en la postmentira, consistente en revolverlo todo para que resulte cada vez más difícil encontrar una única aguja cierta en un pajar plagado de falsedades.
Allí donde reinan las emociones, la verdad pierde relevancia. Y aquellos cuya materia prima de trabajo ha de ser la verdad pierden pie, y se quedan con el agua al cuello. La búsqueda profesional del dato termina por convertirse en una tarea naif, propia de soldados sin batalla, como aquel japonés que estuvo 30 años en los bosques de Filipinas negándose a creer que la II Guerra Mundial había terminado, y la había perdido.
Por tanto, perdida la guerra de la verdad, la postmentira se enseñorea entre nosotros para ubicar a cada cual en la categoría de fascista o de socialcomunista. Se puede, incluso, ser una cosa y su contraria en cuestión de horas. Sin embargo, en el territorio intermedio entre esos dos pelajes no existe, al parecer, zona respirable. Por tanto, como diría el entrenador argentino César Luis Menotti, se han achicado los espacios. Los «hoolingans» políticos los han achicado.
El fanatismo mantiene la caldera a la temperatura adecuada para que nada sea creíble. Se impone la objetividad personalizada: solo es cierto aquello que al fanático le gusta que sea cierto. Lo demás es manipulación. Si un hecho no es de su agrado puede generar su propio hecho alternativo, al estilo de lo que propuso la consejera de Donald Trump, Kellyanne Conway, con notable seguimiento en los lados más extremos de la izquierda y la derecha.
Y esto ocurre en un entorno de salvamización del debate político, donde un buen grito siempre consigue un impacto social más profundo que un buen argumento. La democracia tuitera se fundamenta en mensajes claros, cortos y repetidos, dirigidos a un sector social poco dispuesto a prestar atención a una explicación que se extienda más allá de 140 caracteres. Vivimos en un zasca.
La tragedia sanitaria no nos ha liberado de nuestros peores instintos. Los ha espesado. Las emociones, esa materia intangible que trata de moldear Iván Redondo, se han instalado en su punto de ebullición. Los problemas de la vida nos han angustiado aún más ante un contacto tan cercano e intenso con la enfermedad y la muerte.
Y no es este un problema solo español. Pero sí es un problema muy español. El presidente Sánchez dijo ayer, y dijo bien, que «España tiene que entenderse con España». Sería pertinente que el Gobierno de la Nación asumiera el riesgo de dar el primer paso.
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