
San Fermín
Así se canta “Pobre de mí”, San Fermín se apaga entre la nostalgia
Con velas, pañuelos y voces rotas de emoción, Pamplona despide los Sanfermines a medianoche con una canción que es rito, recuerdo y promesa

No hay borrachera que aguante lo que provoca el “Pobre de mí”. Es 14 de julio, faltan segundos para la medianoche, y en Pamplona nadie corre: todos esperan quietos, con la garganta en vilo y el pañuelo rojo colgando del cuello. Lo que viene no es un brindis ni un último baile. Es la forma que tiene esta ciudad de decir adiós, de cerrar nueve días de fiesta, tensión, orgullo y comunidad. Es el punto y aparte más cantado de España.
Cuando el reloj del Ayuntamiento marca las doce, el alcalde sale al balcón, no a dar órdenes, sino a cantar con su gente. “¡Pobre de mí, pobre de mí, que se han acabado las fiestas de San Fermín!”. El grito colectivo resuena como una herida abierta, pero también como un gracias sincero. La fiesta no muere; se guarda en la garganta hasta el año siguiente. Los que lo han vivido lo saben: hay más emoción en esa frase que en muchos discursos de campaña.
La imagen es icónica. Pamplonicas y turistas sujetan velas encendidas como si fueran antorchas de resistencia cultural. Algunos lloran, otros se abrazan, todos cantan. La procesión no es religiosa, pero tiene su punto sagrado: al terminar, el pañuelo rojo se anuda en la verja de la Iglesia de San Lorenzo, la casa de San Fermín. Una promesa silenciosa de volver. Una muestra de que aquí la fe se celebra también en clave de juerga.
Aunque muchos lo crean centenario, lo cierto es que el “Pobre de mí” como acto colectivo tiene fecha reciente. La tradición se remonta oficialmente a 1968, cuando se estableció como cierre simbólico de los Sanfermines. Primero se hacía a las 21:30. No fue hasta 1980 cuando se trasladó a las 00:00, hora que lo convierte, literal y emocionalmente, en el último suspiro del festejo.
Pero los orígenes reales del cántico son un poco más difusos. Hay quien dice que en 1915 ya existía una especie de “entierro de las fiestas”, con vecinos desfilando al son de una marcha fúnebre y humor negro. Otros sitúan la semilla en 1920, cuando el pintor Julián Valencia y su pandilla recorrieron las calles de Pamplona con velas, entonando por primera vez una versión primitiva del cántico: “Pobre de mí, pobre de mí, que se han pasado las fiestas sin divertir”. Más amarga que nostálgica, pero con la misma intención.
La versión que hoy se canta es más amable, menos irónica, pero igual de sentida. Ha evolucionado como lo hacen todas las canciones que nacen de la calle: con naturalidad, con repetición, con cariño. No se aprende, se absorbe. Nadie pregunta cómo se canta. Uno se mete en la plaza y cuando menos se lo espera, ya lo está gritando. La letra es corta, pero va directa al hueso.
El “Pobre de mí” no necesita fuegos artificiales, ni drones, ni pantallas gigantes. Su fuerza está en lo pequeño, en ese momento de vulnerabilidad pública donde un pueblo entero se permite sentir pena… y no pasa nada. Porque hay belleza en saber terminar. Y hay cultura en saber despedirse.
El 14 de julio no cierra Pamplona. La reinicia. La devuelve a su ritmo natural con la esperanza de que, dentro de once meses y medio, todo vuelva a explotar. Y cuando eso ocurra, se volverá a empezar con el “Riau-Riau”, los encierros y la adrenalina. Pero esta noche, el protagonista es el adiós. Y suena bajito, pero llega lejos.
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