El Puerto de Santa María
Ponce, Morante y Aguado se reparten tres trofeos en la puesta de largo de El Puerto
La plaza, a reventar, con las medidas de seguridad de la Covid-19, celebraba los 140 años de la plaza gaditana
Era la puesta de largo de la Fiesta. El día X a la hora Y. Los 140 años de la plaza de toros de El Puerto. Real Plaza, como después se encargarían de recordar por megafonía y bulló de pronto el público. Las cosas suyas, que no se tocan. Se homenajeaba además a Joselito El Gallo en su centenario, por todo lo que no había podido ser. Fue. De pronto. Un 6 de agosto en la plaza gaditana. Con la mitad del aforo y todas las medidas pertinentes. Medir la temperatura, lavarse las manos, control de entradas, una barbaridad la cantidad de gente ocupándose de que todo fuera bien. El engranaje fue perfecto a las 20:00 horas. El reencuentro. Las emociones perdidas de lo que es una plaza de toros de “No hay billetes”, también en la nueva normalidad. La expectación, la ilusión, las ansias, la vida del toreo en esa mecha que no se apaga, ni en los duros tiempos de pandemia.
Un minuto de silencio vino después. Silencio amenizado por la banda. Increíble momento. Sepulcro por los nuestros, por todos aquellos que el Covid atrapó entre sus garras. El levante amenazaba los miedos y al incertidumbre. Volaban los despeinados pelos de los toreros en ese tiempo de descuento. Al resguardo del viento se llevó al primero, precioso de hechuras el Juan Pedro, que tuvo buena condición, a pesar de que no siempre lo regalaba. Enrique Ponce hizo faena apañada, de cara a la galería, sin llegar a coger el ritmo al toro y la limpieza de trazo. Y luego ocurrió que en la suerte suprema, al segundo envite, apretó el toro para dentro y no tuvo escapada. Le cogió feo, pero salió ileso. Con el cuarto, mientras la banda de música tocaba el concierto de Aranjuez vino el resto. El toro tuvo nobleza y buen fondo. Mucha calidad y la faena de Ponce contuvo más guiños al público, con la poncina incluida, que toreo con poso.
Dio la sensación de que casi todo hasta entonces había sido un preámbulo. La antesala al capote de Morante. Mecido y sentido. En la media crujió El Puerto como un cañón. Era el segundo. Más a la espera y sin definirse llego el animal a la muleta del torero sevillano, que valió poco, pero dejó Morante una faena tan imperfecta como bella. De mucha técnica y profundidad. Ahí no ocurría nada por fuera. La estocada fue brutal. A cámara lenta, en el hoyo, efectiva. Un cierre de altura.
Pablo Aguado no se quedó atrás y en el reino de las emociones jugó las muñecas para que de aquel capote saliera todo. De largo. El confinamiento y los meses amargos. El quite. Coloso. Era el toro, tercero, de lío, lo daba. Lo supo Aguado cuando lo saboreó en la lentitud, en ese tiempo en el que ocurre lo grandioso. No fue compacta la faena, tandas cortas, pero sí con sabor a despaciosidad y cadencia. Ahí quedó. Vino después un pinchazo que precedió a una estocada. Y un toro de escaso fondo cerró plaza. Tarde y emociones. No había mucho que rascar. Y no hubo.
Ficha del festejo:
Toros de Juan Pedro Domecq. Lleno de “No hay billetes”. 1º, bravo; 2º, deslucido, con poco fondo; 3º, bueno; 4º, noble y bueno; 5º, y 6º, deslucidos.
Enrique Ponce, de rosa palo y oro, pinchazo, estocada baja (saludos); estocada (oreja).
Morante de la Puebla, de mostaza y azabache, buena estocada (oreja); estocada (silencio).
Pablo Aguado, de azul marino y oro, pinchazo, estocada (oreja); estocada tendida (palmas).
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