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Cómo hacer justicia en la era Trump

La segunda temporada de «The Good Fight» sigue tomándole el pulso a la América actual desde un bufete de abogados progresistas

Matthew Perry y Diane (Christine Baranski)
Matthew Perry y Diane (Christine Baranski)larazon

La segunda temporada de «The Good Fight» sigue tomándole el pulso a la América actual desde un bufete de abogados progresistas.

De entrada, por una cuestión de pura fonética, al pensar en «The Good Fight» uno piensa en «The Good Wife», aquella serie que contemplaba a Alicia Florrick (Julianna Margulies) ir sobreponiéndose a la humillación sufrida por las infidelidades y la corrupción de su marido hasta convertirse en algo parecido a una antiheroína sedienta de poder, y que durante siete temporadas fue la serie favorita de muchos. De eso se trata, claro. Surgida hace ahora un año a modo de «spin-off», «The Good Fight» borró de un plumazo a los Florrick para centrarse en quienes de hecho habían sido las verdaderas estrellas de su ficción madre: los ambiciosos abogados y jueces de Chicago.

Desde el principio, la nueva serie se reveló como la otra cara de la moneda en un par de aspectos esenciales. En primer lugar, si «The Good Wife» se había dedicado a señalar las hipocresías de la clase pudiente liberal –la progresía pija, para entendernos– en la era Obama; «The Good Fight» llegaba para recordar que, pese a esas hipocresías, los valores progresistas importan, especialmente tras la llegada de un nuevo inquilino a la Casa Blanca.

Como consecuencia de ello, en segundo lugar, los protagonistas del «spin-off» se situaban en la oposición al poder; se trataba de gente que había llegado a acomodarse demasiado en los algodones de la autoridad moral que se otorgaban a sí mismos y que, de repente, se encontraban peleando por la justicia social. En buena medida, eso explicaba la atmósfera sombría que los permeaba y que dejaba en evidencia la voluntad de Michelle y Robert King –cocreadores de ambas ficciones– de tomarle el pulso en tiempo real a las circunstancias presentes. Así pues, mientras examinaba las vidas y las relaciones de esos seres obligados a gestionar una nueva realidad, en la que una serie de privilegios les habían sido arrebatados, «The Good Fight» pasó esa primera temporada explorando asuntos como el clasismo, el sexismo, el feminismo, la corrupción corporativa, los prejuicios raciales o el «ciberbullying», y mostrando en el proceso una honestidad y empatía convincentes.

Estrenada el pasado domingo en Movistar+, la nueva temporada es esencialmente lo mismo, pero en el último año América se ha convertido en un lugar más inhóspito, de manera que ahora la serie permanece acechada por el espectro de la muerte. Nada más empezar esta segunda entrega nos sitúa en un funeral y, en un plano más general, en una premisa argumental definitivamente inquietante: los abogados están cayendo como moscas, algunos asesinados por sus propios clientes. Por lo demás, buena parte de la narrativa retoma asuntos introducidos en la temporada pasada, en especial la investigación que afecta a Maia Rindell (Rose Leslie) por la implicación de su familia en un esquema Ponzi. Se nos introducen algunos personajes y nuevas tramas relacionadas con noticias falsas sobre cerdos vietnamitas y sobre las ambigüedades del mundo de la telerrealidad.

Muchas ficciones seriadas actuales están ambientadas en la América de Trump, pero ninguna parece estar tan enraizada en ese contexto como «The Good Fight». En la primera temporada el nuevo presidente fue un murmullo de fondo, presente tanto en discusiones entre colegas sobre quién había votado por él y por qué, como vehiculado por una creciente sensación de paranoia en el seno de la comunidad legal. En esta nueva tanda de episodios, en cambio, el mensaje anti-Trump aparece amplificado. Tanto es así que ahora los títulos de cabecera de la serie, además de una sucesión de botellas de vino y bolsos y libros de leyes y teléfonos que explotan, incluyen pantallas en las que aparecen imágenes de Trump y de Putin y de la infame marcha de los supremacistas blancos de Charlottesville –algunos de ellos «muy buenas personas», según el presidente–, y que por supuesto también vuelan por los aires.

Más específicamente, Trump funciona como un elemento más de la historia, una fuerza omnipresente que no solo influye en la trama sino que parece estar siempre en la mente de los personajes, en tanto que principal causa de la sensación general de caos, impotencia y escepticismo frente a las instituciones que buena parte de la sociedad americana siente –después de todo, la serie retrata un mundo en el que la gente mata a sus representantes legales–. «Ya no sé lo que está pasando», confiesa en uno de esos primeros episodios Diane, que ha adquirido la costumbre de consumir una pequeña dosis diaria de alucinógenos para aguantar el tirón. «Leo la prensa, veo las noticias y nada tiene sentido. No es solo algo malo. Es una locura». Estamos contigo, Diane.