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"Euphoria": tenga usted miedo a la adolescencia

"Euphoria": tenga usted miedo a la adolescencia
"Euphoria": tenga usted miedo a la adolescencialarazon

Este controvertido retrato de la adolescencia moderna resulta tan alarmista como poco creíble.

Una de las primeras preguntas que le surgen a uno al sentarse frente a «Euphoria» es esta: ¿a quién va dirigida? Por un lado, habla de la segunda hornada de miembros de la Generación Z y, en concreto, retrata la adolescencia moderna como un tránsito descontrolado a través de las drogas, el alcohol, el porno y la depresión. Por otro, sin embargo, su público idóneo no parece ser ese colectivo. De hecho, da la sensación de haber sido diseñada para que una parte de los espectadores adultos se alarmen contemplando cuánto se coloca su progenie y qué abominables costumbres sexuales tienen, y para que la otra respire aliviada por no tener hijos adolescentes. Es una serie tan obviamente desesperada por provocar que, al final, todo cuanto logra provocar es tedio.

Su protagonista es Rue, que nació tres días antes del 11-S y que siendo solo una niña fue diagnosticada de varios desórdenes psicológicos –trastorno de la personalidad, trastorno obsesivo compulsivo, ansiedad– y convenientemente medicada; años después, las drogas pasaron a ser su vía de escape. Al principio de «Euphoria» acaba de salir de rehabilitación después de sufrir una sobredosis, y pese a ello sigue decidida a seguir metiéndose de todo. Rue tiene una amiga, Jules, que es transgénero y pasa las noches manteniendo encuentros sexuales a veces violentos con hombres mayores con los que contacta a través de una app; y también está su compañera de instituto Kat, que se siente horrorizada al descubrir que el vídeo grabado cuando perdió la virginidad ha sido subido a «Pornhub» (el portal pornográfico más visitado en todo el mundo), aunque no tarda en pillarle el gusto a exhibirse online.

Trauma y disfunción

Tanto esos como los otros personajes de la serie en la edad del pavo se comportan de forma invariablemente compulsiva y aparentemente resueltos a hacerse daño, y de ninguna otra manera. El retrato que «Euphoria» traza de la juventud es todo trauma y disfunción; ni rastro de diversión, ni de gozo, ni de deseo. Y eso queda especialmente claro en la representación que la serie hace del sexo, que es abundante y casi exclusivamente disuasoria. Aquí los impulsos carnales de la chavalada no tienen que ver con la búsqueda del placer o la manifestación de una emoción sino con la crueldad aprendida de la pornografía. Y eso la convierte en una serie mojigata convencida de ser justo lo contrario.

Cierto que, en sus mejores momentos, «Euphoria» captura con cierta eficacia las consecuencias de ser la primera generación genuinamente online en haber crecido en el mundo del «sexting», el ciberacoso y las drogas sintéticas, pero resulta difícil identificarlos entre todas esas escenas en las que los penes erectos aparecen con tanta frecuencia como las flores en primavera –hay un episodio en el que el espectador atento llegará a contar hasta 30– y, en cualquier caso, resulta difícil tomarlos en serio pese a que a menudo llegan envueltos de la solemnidad y los aires de importancia que exudan al hablar quienes se creen en posesión de la verdad absoluta. Porque tener 16 años no necesariamente es sinónimo de sentirse triste y vacío y miserable y humillado y temeroso de aparecer en un vídeo sexual por mucho que «Euphoria» intente convencernos de que sí. No hay más que fijarse en una persona real de 16 años.