Obituario
Íñigo toreó, domó elefantes y besó a Carmen Sevilla
Era un tipo curioso con afanes de descubridor, listo, introvertido, pesimista, gruñón y tacaño. Poco hablador y amante de la buena mesa.
Era un tipo curioso con afanes de descubridor, listo, introvertido, pesimista, gruñón y tacaño. Poco hablador y amante de la buena mesa.
Si lo que decimos es lo que nos define, habría que concluir que José María Iñigo era un español muy raro: me confesó una vez o dos que si le tocara la lotería se dedicaría a estudiar. Sí, a estudiar. Era un tipo curioso con afanes de descubridor, listo, introvertido, pesimista, gruñón y tacaño. Poco hablador y amante de la buena mesa. Un currante que, en sus principios, iba por la vida a ritmo de rock, siempre con un montón de vinilos y cuadernos bajo el brazo. Nos conocimos en los años 60, en Radio Popular de Bilbao. Empezábamos en este oficio. Llevaba el pelo largo y el bigote exótico y espeso cuando eso era una novedad: iba disfrazado de hippie urbano de viaje quincenal a Londres mientras descubría la minifalda y a Los Beatles, el inglés y el sonido de moda en el mundo. Lo poco que le pagaba la radio se lo gastaba en billetes de avión. A los doce años vendía almohadillas en San Mamés para ver gratis a su Athletic, y lo que menos esperaba en la vida era que los actores y cantantes famosos que veía también gratis en el Arriaga gracias a que su padre era el electricista del teatro (le llevaba la cena), un día le darían coba y se pelearían por ir a sus programas de televisión. «Estás marcado por el gratis total», le decía yo en coña. Y no se reía.
Pero quizá lo que hacemos nos define más que lo decimos, y ahí nos encontramos con un mito del renacentismo-pop. Hizo todo tipo de periodismo, radio, televisión, entrevistó al mundo mundial, toreó becerras, domó elefantes en el circo de Ángel Cristo, interpretó una película con Carmen Sevilla («besa muy púdicamente», me contó), creó revistas de música, viajes y gastronomía, escribió libros, conoció las cloacas de Eurovisión, entró en las cocinas para saber más de lo que comía, se casó dos veces, tuvo cuatro hijos y para muchos queda para la posteridad en una foto fija y ocre: aquella en la que observa pasmado al mentalista Uri Geller doblando la célebre cuchara, algo que él odiaba porque creía (y creía bien) que había hecho muchas más cosas dignas de aprecio. Pero a todos nos acabarán recordando por lo que menos queremos. Cuando nos veíamos muy de tarde en tarde y hablábamos de nuestros achaques como dos viejos aún no sentados al sol, él me decía que «la vejez era cosa mala, sí, pero mucho peor es morirse». También creía que la nostalgia es un error y que a la tele no hay que darle más importancia que al lavavajillas, y sobre todo, que en la España televisiva de ahora se valora más la juventud y la belleza que el talento. Y lo comentaba sin resentimiento, con la rotundidad de la sentencia que no necesita demostración, como el axioma que repetimos a modo de jaculatoria todos los que estuvimos y ya no estamos.
Pasó del blanco y negro al color y de la melena a la cabeza rapada, de las lentejas con chorizo a las esferificaciones y la deconstrucción, del rock al bolero y al tango. Le preocupaba la economía doméstica y odiaba el derroche: iba por su casa cerrando grifos y apagando luces. Me llamó no hace mucho para felicitarme (cosa rara en él) por mi última novela. «Lo que más me gustaría del mundo es escribir muy bien», me dijo. «Y a mí también», le respondí.
Era un agnóstico que rezaba en los aviones. Le debió doler entregar la cuchara.
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