Viajes
Objetivo La India: humo e incienso
Tras alcanzar Ulán Bator y dejar atrás a sus compañeros de “Chavalería Ligera”, el siguiente paso es disfrutar del país del contraste y el color
Ya sí, ya está. Asia se desvanece por el retrovisor de mi avión. Tras largos meses recorriéndola, atrás queda. Tras miles de kilómetros haciendo autostop, perdiendo trenes, batallando contra mis miedos subiendo a los aviones, surcando mares con la suavidad de la lluvia en primavera, aferrándome a los reposabrazos de las camionetas cuando las curvas eran peligrosas. Tras tanto sabor, tantas lenguas que he escuchado, el avión ha conseguido despegar. Y queda atrás. Al frente, por donde se esconde el sol, espera África palpitante, mi próximo destino. El destino siempre fue volver a empezar y ahora todo cambia, la jungla por lo seco, los templos por las chozas, y el objetivo se transforma bajo un nuevo nombre: Marruecos. Pero antes de la etapa final te hablaré de los últimos días en Asia, en India, país de bocinazos, luces y color, abigarrados en las aceras, escondiéndose tras las puertas de los hogares y ocupando las almas de quienes la habitan. Te hablaré de Benarés.
Si Bodhgaya es la capital mundial del budismo,Benarés sería la capital del hinduismo, religión por antonomasia en el continente indio y origen de miles de leyendas. En ella nace el Ramayana, una de las joyas más antiguas de la literatura sánscrita; dioses y diosas como el cambiante Visnú, el polifacético Brahma o la temida Shiva. A lo largo de miles de años, esta religión politeísta ha experimentado innumerables cambios para adaptarse a la evolución del pensamiento, y dioses que antes fueron vengativos son ahora bienamados, y los que fueron bienamados desean ahora el lento goteo de sus armas. Es Benarés adonde acuden miles, millones de hinduistas a morir en paz, para luego ser incinerados en el crematorio de Manikarnika Ghat y que sus cenizas sean arrojadas al río Ganges. Hasta doscientos cuerpos pueden ser incinerados en un solo día. Se dice que es tras este proceso cuando el alma purificada cesa sus continuas reencarnaciones y accede finalmente al cielo.
Tras cerrar sus ojos por última vez, los hombres de la familia recogen el cuerpo difunto, lo decoran con hermosos vestidos y sortijas y, cubriéndolo con un manto que brilla, lo trasladan entonando cánticos hasta el crematorio. Caminando por las callejuelas que lo rodean, es habitual apartarse a un lado para dejar paso a alguna de estas procesiones, a las que solo acuden hombres porque, al parecer, las mujeres son propensas a llorar y las lágrimas devuelven la impureza a los difuntos. El hijo primogénito es rasurado in situ de cara y cabello y se procede a la incineración del cuerpo. Cuanto más adinerada sea la familia, más madera se utilizará. Toneladas de madera oscura se deshacen con los cuerpos a las orillas del río sagrado. Cuando el familiar termina de incinerarse, se salva la cadera de las mujeres y el pecho de los hombres para tirarlos también al río, y si te fijas bien, puedes ver a un grupo de muchachitos rebuscar entre la ceniza. Recogen las joyas intactas tras el fuego para llevarlas al dueño del crematorio. Es su pago. Desde hace cientos de años, es el pago a su familia.
Pero no todos son incinerados. Los niños por ser almas puras, las mujeres embarazadas por llevar un alma pura en su interior, los leprosos y los animales son atados a una roca y lanzados al río. No, no hablemos de suciedad, ni de higiene. Aquí hay algo más, siglos de tradición sagrada e intocable. Aquí se palpa un profundo respeto hacia los dioses y los ancestros que ningún asco ignorante debe atreverse a juzgar. El olor no importa. No huele nada, en realidad, solo a humo e incienso. Allí, en el centro mismo de sus tradiciones, junto al río donde estas empiezan y acaban, un hombre se siente demasiado pequeño para juzgar nada.
Por eso no sabría opinar sobre India. Si Camboya fue esa mezcla entre hermosura y horror, o Japón detalles y honor, India es demasiado amplio, demasiado intrincado para dirigir el pensamiento en una dirección concreta. En el tren a Delhi, por ejemplo, pude disfrutar de horas ininterrumpidas viendo paisajes de leyenda, inalcanzables desde mi ventanilla, pero al querer salir del tren, todavía ensoñado por semejante avalancha de belleza, rompió bruscamente el caos del que ya hablé en otra crónica. Diez queríamos salir y veinte intentaban entrar, todos a la vez. Poco a poco comenzó a formarse una agobiante masa de cuerpos sudorosos pugnando por avanzar, gritando cada uno en su dialecto y sin intención de ceder un solo palmo. Yo pensé, iluso, que bastaría con esperar algo apartado a que la situación fluyera con más amabilidad, entonces me apretujé con mi mochila contra la pared del vagón y esperé. Esperé. Lentamente, el aire se hizo irrespirable, los gritos más estridentes. Empecé a empujar yo también, a gritar en mi idioma. Uno de los que bajaban blandió su garrote y comenzó a golpear los hombros y las caras de quienes intentaban subir, mientras una anciana cargada de fardos perdía el equilibrio y terminaba de bruces contra el suelo del andén, desparramando sus pertenencias por el cemento. Aquí en el avión puedo ver a la anciana gritando desde el suelo, suplicando sin conseguirlo que no pisaran lo poco que le quedaba. Puedo verme a mí, con el rostro enrojecido intentando llegar hasta ella.
Salí del tren e inmediatamente pude paladear el aire amargo de la ciudad. Tuve la dudosa suerte de estar en Delhi cuando todavía la cubrían los rastrojos de una nube tóxica que se formó días atrás y que obligó a declarar el estado de emergencia, cerrar los colegios y cancelar numerosos vuelos. Como en una ciudad apocalíptica, sus habitantes emergían de la niebla con mascarillas, las hogueras a pie de calle brillaban con un tono más difuminado de lo habitual. Podía saborearlo, ese aire venenoso. Yo tuve suerte, pude subir en el avión para volar hacia un aire más limpio, pero atrás quedan millones con mascarilla, muchos más millones que ni siquiera podrán permitírsela. Y es que los hindús son amables ante todo, cariñosos con el extraño español y su mochila torcida, no se merecen respirar esa horrible nube. Donde fuera que paraba a descansar, al menos uno se me acercaba, interesándose por mi país o mi ánimo, con una sonrisa en el rostro y sin pedir nada a cambio. En algunos trenes, los más largos, terminaba hablando tarde o temprano con todo el vagón, y diez minutos antes de mi parada necesitaba hacer una ronda completa para despedirme de todos. Con sonrisas y gritos de: ¡no te olvides de mí!, me despedían para siempre.
No sabría opinar sobre India pero sí puedo decir que quienes la habitan son personas maravillosas. Lo mismo ha ocurrido por todo Asia, en realidad. Aquí y allá sonrisas sin motivo. ¿Por qué me sonríen tanto?, me preguntaba perplejo al principio. ¿No saben que puedo ser peligroso? Junto con la mochila cargué sobre mis hombros los avisos de mi familia y amigos acerca de los peligros de Asia, lo que puede pasar, que me pueden hacer daño. Nada más lejos de la realidad. Por las islas Filipinas, los templos tailandeses y los bares de Camboya, trenes hindús y autobuses laosianos, encontré amistad, nada más, con los ojos sinceros y las manos extendidas. El peligro estaría allí, agazapado o pululando sobre nosotros, pero nunca se atrevió a atacar. Demasiada gente buena hay en Asia como para permitírselo.
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