Viajes
Aquí encontró Buda la iluminación
De las cuatro grandes religiones que cruzan el planeta, el budismo es dueño de Asia. Visitamos el templo donde el Buda Siddhartha creyó encontrar la peregrinación, mezclándonos con cientos de monjes traídos de los rincones más insospechados.
El príncipe Siddhartha
Cada religión tiene su centro espiritual. Cada una de ellas posee un pedazo de tierra sagrado, centro de peregrinaje para fieles en busca de sí mismos y turistas en busca de esa fotografía que les haga encontrar un sentimiento, atrapar la magia de un momento. Cada religión se plasma en la tierra, en esos metros de terreno. El equivalente a la Meca musulmana, o el Vaticano católico romano, es Bodh Gaya para el budismo. Se trata de un templo, igual al resto, empapado en espiritualidad milenaria y de difícil acceso en el norte de la India. A simple vista son viejos edificios, árboles plantados sin orden ni concierto. Una vez dentro se convierte en refugio, cárcel de los miedos.
Es de sobra conocida la historia del príncipe Siddhartha, un noble indio que abandonó los lujos de su vida en búsqueda de la paz interior. Tras peregrinar por tierras desconocidas, unirse a bandadas de ascetas y observar detenidamente los pormenores del sufrimiento humano, se sentó a meditar al cobijo de una higuera fresca. Siete días y siete noches duró aquella meditación histórica. Sin comida, sin bebida, con los ojos cerrados profundizó hasta las tierras más yermas de su interior. Al abrir los ojos había conseguido la iluminación suprema, o eso pensó, y el mundo pasó a conocerlo bajo el nombre de Buda, el primero que pisó la tierra y el más santo de todos.
Pies descalzos y ruido de bombas
¿Nunca se preguntó la mente curiosa dónde se encontrará esa higuera sagrada? Igual que la cruz de Jesucristo se clavó en el monte Calvario y Mahoma encontró a Dios cerca de La Meca. ¿Dónde, se pregunta la mente curiosa, está el árbol de la iluminación? La respuesta es simple, mucho más sencilla que alcanzar a tocar su tronco: el árbol de Bodhi sigue vivo en Bodh Gaya, en el templo de Mahabodhi, y hasta aquí acuden budistas del mundo entero en peregrinación. Escondido entre los edificios viejos, como un árbol más de sus jardines. Fuertes columnas de hierro sujetan sus ramas centenarias para que no se partan.
Entrar en el templo de Mahabodhi implica desprenderse del móvil, la cámara, los auriculares, toda la tecnología que venimos arrastrando por la vida. Un pequeño puesto colocado en la puerta los guardará hasta que vuelvas. La razón de este desprendimiento no es solamente acercar todavía más la espiritualidad al viajero, sino que hay otra razón, más oscura y triste, producto de las intolerancias de personas ajenas. El 7 de julio de 2013, diez bombas hicieron explosión dentro del complejo de templos y por sus alrededores, detonadas por un célula terrorista musulmana. Cinco personas, entre ellas dos monjes budistas, fueron asesinadas. Desde entonces se redobló la seguridad en el templo y no permiten la entrada de equipos electrónicos.
Una vez dentro del recinto sagrado, es obligado quitarse los zapatos, como muestra de respeto y para sentir bajo nuestros pies descalzos el contacto tibio de la piedra. El viajero europeo, poco común por estas tierras, se mezcla rápidamente con peregrinos arrastrados de todo el mundo, como si Bodh Gaya fuese enorme ovillo del que asoman millones de hilos. Todos los días del año recoge su hilos para albergar a los creyentes budistas. Monjes nepalíes con las túnicas rotas y manchadas por el camino, las sandalias desgastadas y el pelo negro largo recogido en una coleta. Monjas japonesas de túnicas blancas y cráneos rasurados, la cabeza baja y las manos juntas en posición de sumisión. Taiwaneses, mongoles, camboyanos, quizás encontremos algún americano con el rostro rosado por el sol. Como ocurre en todos los centros de peregrinación, las naciones se difuminan y sus diferencias desaparecen al descalzarse los zapatos, entonces los cubre a todos un bonito manto de espiritualidad viva.
Los estertores de la duda
Es habitual que el visitante no budista se permita dudar del valor de esta espiritualidad. Con la ceja levantada se pasea entre los monjes durmiendo a los pies del templo y se permite poner en evidencia la utilidad de los sacrificios decorados con incienso. En el mundo de lo relativo, los terrenos de la fe siempre serán puestos en duda. Pero pasados unos pocos minutos rodeados de esta espiritualidad tan bruta, comprendemos que los detalles de la verdad carecen de importancia. ¡Y a quién le importa si fue ese árbol o cualquier otro en el que Siddhartha encontró su iluminación! ¡Qué importa siquiera si existió tal hombre, quién tiene o deja de tener razón! A la sombra del árbol milenario olvidamos de dónde venimos y lo que pensábamos tan seguros de nosotros mismos, nos fundimos sin remedio entre la turbamulta de fieles que no dudan sobre la veracidad de lo escrito. Cogemos el corazón templado con la mano, lo lanzamos contra el árbol de Bodhi. El silencio, la paz rodeándonos, nos ha empujado a ello. El ensordecedor silencio, los ojos ardientes del monje nepalí embargando su alrededor como un cálido abrazo, retiran la duda y no importan las religiones, ni los pensamientos, ni las lecturas que devoramos antes de pisar el templo. Importa estar allí, descalzo, palpando el parco suelo sagrado. Importa sentir fresca la sombra del árbol. Aunque sea un cuento, aunque no nos lo creamos. La espiritualidad del ser humano está embargándonos, y es inevitable sentir como algo en nuestro interior crece cada vez más alto.
Churruscos de pan seco
Decenas de perros mansos pasean cabizbajos entre los peregrinos, siempre hay alguien que les dé un pedazo de pan que trajo para su peregrinaje, y pequeños grupos de monjes oran reunidos a media voz. Sus tonos graves vibran en nuestro pecho. Otros monjes, agotados por el camino o la meditación, duermen arrebujados en parcas mantas sobre lechos de piedra. Rápidamente comprendemos que estamos en un escenario del estilo teatral de la espiritualidad humana, y a su vez comprendemos que nosotros mismos somos actores de esta obra que no termina en vida, representando el papel del europeo impresionado por todo lo que no imaginaba en casa y ahora está aquí, bajo las ramas.
No todos los hombres pisan la tierra sagrada de Bodh Gaya. Si la pisan, algo se resquebrajará en su alma, un sentimiento imposible de describir con la parquedad de las palabras. Yo fui a verlo, yo pude pisar descalzo el duro suelo y ver al monje nepalí caminar los últimos pasos de su largo peregrinaje. Fue solo en Bodh Gaya donde descubrí estupefacto, después de cinco largos meses paseándome el continente asiático, que la incredulidad acompañándome al cruzar el arco de entrada había desparecido, y no me volví budista ni nada del estilo, pero sí pude sentirlo. No he sido capaz de guardármelo y por eso, hoy he intentado describírtelo.
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