Viajes

Ahora imagínate que estás en el paraíso y entrar cuesta barato

Largas palmeras balanceándose al compás de un viento tibio, espuma de olas susurrando poesía a las perlas de arena, un mojito frío, bien frío, sin toalla entregando nuestro cuerpo al sol para que lo seque...

Playa paradisiaca en Filipinas.
Playa paradisiaca en Filipinas.Alfonso Masoliver Sagardoy

Preludio a la imaginación

Ninguna playa paradisíaca supo tan dulce como los días de cuarentena que han pasado y los que están por llegar. Este año se ha cancelado la operación bikini y surge una nueva moda, la operación pareo, aunque en ningún momento se ha negado que cuando esta complicada situación llegue a su fin, todo el que buenamente pueda se pondrá las sandalias y correrá hacia la playa. Es importante, tras semanas de tenso confinamiento, sentir brisa fresca inundar nuestros pulmones limpios del coronavirus, palpar con los pies descalzos algo diferente al entarimado del apartamento. ¿Arena, agua salada? Sí, por qué no.

Pero si queremos hacerlo bien, atar todos los cabos sueltos y conseguir ese pedazo de vida que ahora no parecemos capaces de disfrutar, y probablemente tampoco en Semana Santa, entonces vamos a fantasear hasta el límite e imaginar, simplemente, que estamos en la playa más agradable y reservada que se nos ocurra. En mi caso, ninguna es mejor que Surya Beach. No es más que una fina línea de arena blanca defendida por los corales, en la parte sur de la isla de Palawan, Filipinas, es humilde y no acuden a ella demasiados turistas. Cierro los ojos y susurran sus palmeras a 12.000 kilómetros de mi reclusión. Primero saboreo lentamente la idea de llegar hasta ella.

Aquí quiero llegar cuando sueño en mi apartamento, aunque no sepa con exactitud qué encontraré.
Aquí quiero llegar cuando sueño en mi apartamento, aunque no sepa con exactitud qué encontraré.Alfonso Masoliver Sagardoy

Regateo en el aeropuerto

Alcanzar Palawan requiere tomar dos o tres aviones, primero hasta la capital filipina de Manila y después para llegar a la isla prometida. Bajo del avión sintiendo la humedad empapar mi piel, casi inmediata. A mi alrededor, decenas, cientos de turistas se abalanzan sobre los taxis y autobuses que los llevarán en rebaños al norte de la isla, lo más cerca posible de la famosa playa El Nido. Girando en la dirección opuesta busco a la persona adecuada, fácilmente reconocible por su interés en ayudar reflejado en los ojos, para preguntar dónde podría alquilar un coche fiable y barato. Un minuto, dos minutos oteando rostros. No tardo en encontrar, entremezclado con los curiosos congregados en la puerta de la terminal, a un hombre joven, flaco y moreno con el pelo negro cortado a cepillo, que se ofrece rápidamente voluntario para telefonear al amigo de un amigo que tiene un negocio de alquiler de coches.

Traen el coche a la terminal, mi viejo amigo se despide alegremente y quedo solo con el dueño del vehículo. Siguen breves minutos de divertido regateo, siempre sin perder los nervios y sin faltar a la educación que tanto escasea en este tipo de situaciones. ¿Dos mil pesos al día? Tal vez no, demasiado caro. ¿Mil quinientos, podría ser? El coche es un pequeño Toyota de ruedas finas, mirándome con gesto de súplica en sus faros apagados. ¿Ochocientos pesos? Hago el cambio rápidamente y me sale a catorce euros al día. Algo en mi interior ruge inclemente que siga regateando, pero mi destino está a seis horas de conducción y si me demoro demasiado, podría caer la noche y complicarme las cosas.

Llegar a Surya Beach

Ochocientos pesos diarios es un precio razonable en cualquier parte del mundo. Estrecho la mano del filipino, sonrío, sonríe, pago la mitad por adelantado y firmo el contrato sobre el capó del Toyota. La suerte está echada, casi siento ganas de preguntar por el Rubicón. Arranco el coche y salgo del aeropuerto con destino a mi paraíso. Es mi paraíso uno barato y reservado. En Surya Beach apenas hay dos pulcras casitas pintadas de blanco con techo de madera, y cada una de ellas se divide en dos cómodas habitaciones. El precio de las individuales no llega a los 30 euros por noche en temporada baja y como es temporada baja, casi siento ganas de reservarlo entero con cuatro u ocho amigos, solo para nosotros. Pero en mis ensoñaciones estoy solo y soy yo quien conduce por las estrechas carreteras de la isla filipina, solo yo busco mi rincón particular para escapar unos minutos de las cuatro paredes de casa. Conduzco, escuchando la discografía completa de Queen, adelantando motocicletas y embriagándome del bosque tropical que enmarca los laterales del asfalto. Cuando atravieso un pequeño pueblo, piso unos milímetros el freno y aspiro con fuerza. Por la rendija de mi ventanilla se cuelan olores a barro agrio y hierba tierna.

Siempre hay espacio para uno más en Palawan.
Siempre hay espacio para uno más en Palawan.Alfonso Masoliver Sagardoy

La carretera no siempre es cómoda, en ocasiones cruzo tramos sin terminar de asfaltar o pésimamente conservados, paso miedo por que en una curva salga un camión y no me de tiempo a esquivarlo. Esta sensación de peligro acelera mi corazón recluso en el hogar, en mi sueño aprieto el acelerador y tuerzo las curvas despejando los sustos. Los árboles inclinan las ramas hacia la carretera, concediéndoles la esperanza de que llegarán a sentir el contacto del asfalto, las ramas persistentes me protegen del sol rojo que parece una línea de color más en el horizonte. Va a anochecer en breves. Google Maps dice que apenas faltan treinta minutos para llegar a mi destino y subo el volumen de Freddie Mercury. A falta de quince minutos, debo coger la salida sin número que lleva a un camino de tierra. Dudo, freno, tomo la salida. Traquetea mi pequeño Toyota sintiéndose coche de rally por unos kilómetros, afianza los neumáticos sobre la arena empapada por las recientes lluvias del monzón. Curva a curva, comienzo a sospechar que me he perdido. Reviso el mapa, busco con aires de experto la estrella polar que me guíe en mi camino.

¡Estás acercándote a Surya Beach! El cartel blanco escrito en inglés, lindamente colocado al pie del camino, se levanta frente a los campos de arroz dándome ánimos. ¡Ya falta poco para llegar al paraíso! Un segundo cartel situado a pocos metros cumple el efecto con que fue colocado y mi corazón late más rápido, ansioso por encontrar ese dichoso paraíso. ¡Unos metros más! Los conduzco. ¡Ya casi estás! El camino termina frente a un portón metálico, abierto de par en par. Lo cruzo, sigo un pequeño sendero dentro de la villa y aparco el coche tras las dos casitas a pie de playa.

En Surya Beach apenas hay dos pulcras casitas pintadas de blanco con techo de madera, y cada una de ellas se divide en dos cómodas habitaciones.
En Surya Beach apenas hay dos pulcras casitas pintadas de blanco con techo de madera, y cada una de ellas se divide en dos cómodas habitaciones.Surya Beach

Cócteles, una playa, el ancho del mar

Cierro más fuerte los ojos para no abrirlos y descubrirme de nuevo en mi apartamento, más oscuro, más gris que Surya Beach. Temo que si los volviese a abrir ahora, tenga que volver a empezar de cero desde el aeropuerto. Bajo del coche con la mochila al hombro y camino los primeros pasos que llevan a la zona residencial de mi escondite en cuarentena, que son las dos casitas y otra más pequeña encajada entre ellas. Este tercer edificio cuenta con una cocina y una barra exterior para servirme los cócteles que decida tomar los próximos días. Y detrás de la barra, en el espacio que tardan en recorrer diez metros, se extiende la playa que buscaba, y tras ella el mar, infinito, azul, manso.

Casi ocho mil millones de personas viven ahora en nuestro planeta y solo yo piso esta arena blanca. Millones encerrados en sus casas buscan desesperadamente maneras de matar el tiempo, yo mismo estoy en el sofá aunque no quiera sentirlo, pero solo yo estoy en esta playa de corales vivos. Rápidamente me pongo el bañador y pregunto a Rosamie, la única empleada de Surya Beach, si tienen pescado fresco para cenar. Claro que tenemos, contesta, casi decepcionada por mi duda. Pero si quieres cenar sabroso mejor será que prepare una sopa de cangrejo, los pescamos esta mañana y están demasiado tiernos para dejarlos pasar. Yo confío en Rosamie y dejo la alimentación en sus manos, aunque no se escapará de que la ayude - o intente ayudarla, torpe en las costumbres culinarias de Filipinas - cuando quiera preparar la cena. De lo mejor en Surya Beach es la posibilidad de cocinarte tú mismo la comida, o atender las indicaciones de Rosamie y regresar a casa con nuevos conocimientos en la cocina para sorprender a mi novia.

Una playa privada por 30 euros al día, cócteles y alojamiento incluido, no es un mal trato.
Una playa privada por 30 euros al día, cócteles y alojamiento incluido, no es un mal trato.Surya Beach

Pero por el momento esto, palmeras blandas y ráfagas de aire calmo sobre la arena. Pasaré unas horas en mi sofá, en lo que parecerán días enteros con los ojos cerrados, paseando por la playa y bañándome en el agua transparente. Quizás haga alguna incursión por la isla con mi Toyota, o puede que coja la canoa que hay junto a mi habitación y me lance a la aventura con una cantimplora y ganas de remar. Así podré sentir más fuerte el sol calentando mis mejillas y mi espalda, este sol tan ancho y limpio que no encuentro en el techo de mi apartamento sin terraza. Buscaré pequeñas conchas para reunirlas y hacer alguna manualidad con ellas, daré rienda suelta a mi travieso lado humano haciendo hogueras en la playa, y perseguiré a los torpes cangrejos ermitaño que no se atreven a ser amigos míos. Luego cocinaré con Rosamie una sopa de cangrejo y la cenaré con ella, o con algún otro peregrino que coincida conmigo en el paraíso, antes de irme pronto a la cama para dormir como un lirón. Por mis ojos cerrados entra la luz de Surya Beach, reflejándose en el agua marina, y no sé si estoy en el sofá o en el paraíso de Palawan, no importa en realidad estar en uno u otro lugar. Todo depende de la fuerza con la que pueda imaginar.