Viajes
Las leyendas que erosionaron la Playa de las Catedrales
No fue únicamente el viento quien dio esta forma fantástica a sus acantilados
Los granos de arena se confunden con los turistas en la playa gallega de Aguas Santas, conocida por el sobrenombre de la Playa de las Catedrales. La marea todavía está bajando, a medio camino entre los compases relajados de bajamar y el ansia de pleamar. Desde la escalinata que lleva a la playa, observo a las olas titubear ante las órdenes de la luna, resistiéndose un poco más antes de entregar la codiciada arena a las criaturas de la tierra.
Prevenida de cazurros, vallada para los becerros
Sería un espectáculo grandioso pero no puedo evitar ser crítico al presenciarlo. Feos carteles de color amarillo señalan por dónde se puede y no se puede caminar, que aquí no está permitido subir; acullá resuena el motor atronador de la lancha de los socorristas, vociferando a un grupo de bañistas que está prohibido meter el cuerpo en el agua. Ellos conocen bien la necesidad de las horas moribundas de pleamar. Aunque resulta evidente que en la Playa de las Catedrales uno apenas puede mirar, poco más. En este momento, el visitante se deja seducir por dos perspectivas posibles: la primera aplaude con rabia cegadora esta apariencia de museo al descubierto que se ha otorgado a la playa; la segunda patalea enrabietada porque no le agrada que le indiquen lo que puede hacer en su tiempo libre.
Y que quiere que le diga, desde que vine por última vez aquí, hace seis años cuando no había un solo cartel, hasta hoy, puedo imaginar que más de un cazurro ha hecho el imbécil en la playa. A una media de dos cazurros por centenar de visitantes, con una cantidad que merodea los 3.000 visitantes al día, el número de descuidados destrozando estas bellezas de la naturaleza resulta aplastante. Tras un breve refunfuño por las prohibiciones y las indicaciones, pensando para mis adentros que pocas veces me sentí tan becerro como hoy, he terminado por reconocer que hay demasiado cazurro suelto como para no tratar a cada visitante con la misma cautela que a los becerros. Nunca sabes cuál será quien dé la cornada.
Evasión
La tarea de un escritor de viajes se dificulta al toparse con las redes sociales. Basta teclear en Google las palabras correctas para ver cada detalle de cada piedra de cada acantilado erosionado de la Playa de las Catedrales. Voy a desechar el lado visual de este delicioso entramado a fotografías más hábiles que mis dedos. Además, en sitios como este, lo visual no es ni la mitad de lo que están guardando. Hace falta crujir los párpados hasta conseguir la frecuencia de visión adecuada, que va más allá de los tres arcos famosos adonde corretean, como sabuesos tras un rastro, cámara en mano los fanáticos del espectáculo barato.
Borro rápidamente cada turista y no tardo en encontrarme solo en la playa. Borro incluso a mi novia, impasible ante sus aullidos de auxilio. Una vez la arena vuelve a mostrarse limpia, entran suavemente los sonidos de las olas. Atraviesan mi cuerpo, casi opaco, se deslizan en las cavernas y rebotan de vuelta a su amo. Los arcos los cubre una luz de sol blanco. Es ahora, rodeados de fantasmas, cuando podemos buscar el mundo mágico que se esconde detrás de ellos.
La primera leyenda nos empuja hacia nuevas facetas de la sabiduría. Cuenta que es en uno de sus arcos donde se encuentra la puerta que separa dos mundos, el del mar y el de la tierra, y que será aquí donde descubrirás que el tiempo no tiene más medida que el ritmo de las mareas, o el color del horizonte. En caso de presenciar la puesta de sol situado bajo su umbral, en el momento exacto en que la marea anda más baja, el mar se encargará de cumplir todos tus deseos.
Tras recordar esta primera leyenda, el resto se presentan con facilidad frente a nuestra vista edulcorada. Fingimos no creer estas historias pero las pupilas se agudizan, ansiosas por descubrir más, palpamos la roca poblada de percebes, aspiramos una bocanada profunda y un nuevo aroma abre la puerta a la siguiente leyenda. Es un olor dulzón, tergiversado por la sal del agua. Nos cuenta con sus matices que es en estas mismas cuevas donde habitan los espíritus de los marineros gallegos que se dejaron seducir por el poder del agua plateada. Pero los aromas se enzarzan, reunidos en torno a las piedras discuten entre ellos, cambian esta y aquella palabra, unos dicen que fue el mar y otros que fueron sirenas quienes atrajeron la voluntad de estos desdichados marineros.
¿Qué más da? Siempre y cuando no salgan de su celda claveteada de goteras. En la Playa de las Catedrales conocemos un lado oscuro del mar, caprichoso, lleno de condiciones. En su templo es él quien elige cómo y cuándo se le adora. Si puede hacerte el hombre más afortunado cuando te colocas bajo el arco en el momento adecuado, también consigue encerrarte en las criptas del templo.
Pero hay una leyenda que resuena más estridente que el resto, cuando mi imaginación comienza a agotarse y poco a poco reaparecen el resto de personas. La recuerdo al pasar entre dos rocas. Esta dice que si consigues cruzarlas en el instante en que la luna las ilumina, el mar te dará el poder de predecir el futuro y de recuperar tu pasado.
Ahora verás que la Playa de Aguas Santas no trata en exclusiva de su belleza visual. Cada columna esconde una historia que sopla con fuerza hasta moldear la roca, la decora a su antojo, impregnándola con pintura de espuma de olas. Los habitantes de la zona reconocen este tono con facilidad. Y tú, si consigues visitarla, ya sabes lo que debes hacer. Mojar tus labios con alfileres de agua, murmurar las oraciones apropiadas y no olvidar que, en el templo del mar, las tumbas las llenan sirenas y mil almas engañadas.
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