Viajes
Tres perros callejeros se traicionan en Bissau
En ocasiones no conseguimos fijarnos en los perros callejeros que pueblan las ciudades africanas, asiáticas y sudamericanas, pero la realidad es que su vida entre los edificios es una digna de cualquier documental
“En Addis Abeba los perros ladran durante toda la noche; es una ciudad habitada por perros, los de raza y los que se han vuelto salvajes, desgreñados y comidos por los gusanos y la malaria”. Así describía Ryszard Kapuściński a los perros que dominaban en los años 60 la capital de Etiopía. Yo he podido verlos en el siglo XXI, a los descendientes de esos perros, y compartir la opinión del reportero polaco en Addis Abeba y en Bissau, en Abiyán también, en Dakar y en Dodoma, en Banjul. Son astutos, estos chuchos que dominan las capitales africanas. Durante el día se camuflan con el tono ocráceo de las calzadas, se resbalan entre los mercados en busca de un pedazo de basura que llevarse a la boca y cazan si tienen suerte una rata que sacie a medias su apetito. No paran quietos, husmean cada esquina de la ciudad varias veces al día y no regresan a su territorio hasta entrada la noche, cuando se hace evidente que ya no encontrarán nada más.
Hoy recuerdo a una pareja de perros callejeros cuyo territorio era la acera de enfrente de mi apartamento en Bissau. Podía verles por las noches desde mi terraza. Cuando la hembra dormía, el macho vigilaba; cuando el macho dormía, vigilaba la hembra. La fidelidad del uno hacia el otro se hacía evidente al acercarse un perro extraño o un hombre que no debería caminar por su acera en horas tan tardías, no dudaban en gruñir y enseñar los dientes. Si un vehículo pasaba demasiado cerca de su compañero durmiente, ladraban enfurecidos hasta agotarse. Parecían dispuestos a morir por el otro, al final eran lo único que tenían en esa ciudad que se negaba a cuidar de ellos y ellos parecían saberlo, que sin el otro estarían perdidos. Otras veces, a lo largo del día, podía encontrármelos mientras paseaba por la calle y los reconocía al momento, a él que era flacucho y con manchas negras y a ella que le faltaba un pedazo de oreja, arrancada sabrá Dios por quién. Yo estaba lejos de España y cualquier persona lejos de casa procura crear nuevos pedazos de hogar en el lugar nuevo que habita. Buscamos detalles, los más pequeños, para guardarlos bien dentro y añorarlos el día que debamos marchar. Solo así conseguimos desenvolvernos en una ciudad desconocida, entre ruidos que no comprendemos y costumbres que nunca nos terminan por aceptar. Creando pequeños pedazos de hogar.
Creo que esos dos perros que veía cada noche mientras fumaba cigarrillos desde mi balcón, durmiendo uno y vigilando la otra, durmiendo una y ladrando el otro, terminaron por convertirse en un pedazo de hogar que sabía que añoraría cuando tuviese que regresar a España. Fantaseaba con el futuro de los chuchos. Si me los encontraba durante el día, los miraba perderse entre la multitud con cierta ansiedad, preocupado por que les pudiera pasar nada malo y temeroso de no volver a verlos cuando llegara la noche. Y ciertamente, hubo noches en que regresaron a su acera más tarde de lo habitual. Yo me fumaba un cigarrillo tras otro mientras los esperaba, muy ansioso, porque sabía que Bissau es una ciudad peligrosa para los perros y, de alguna manera, viéndolos dormir y vigilar, habían conseguido trasmitirme su sensación de alerta permanente.
Cuando llevaba poco más de un mes en aquél apartamento, me percaté de que había otro perro en mi acera, es decir, en la acera contraria al territorio de mis amigos. Era un macho de pelo gris muy corto que marcaba sus músculos, era un macho joven, pero durante las noches siguientes no hizo el amago de acercarse a la pareja. Observaba, nada más. El macho viejo, mi amigo, se ponía muy nervioso cuando lo veía aparecer, daba vueltas y vueltas alrededor de su hembra, enseñaba los dientes, lanzaba débiles ladridos de aviso. Incluso yo me asusté, y un par de noches grité al perro gris para que se fuera. Pero él nos miraba a mí y al perro viejo con desdén. Sabía que yo no me atrevería a bajar para pegarle una patada, sabía que el perro viejo estaba asustado. Podía oler nuestro miedo, supongo.
Luego comenzaron una serie de noches horribles. El perro gris comenzó a acercarse cada vez más a la acera contraria, no demasiado, pero lo suficiente para interferir en los círculos inquietos del perro viejo. Lo hacía con intención de irritarle y medir sus reflejos. El perro viejo ya no dejaba vigilar a su hembra. Solo vigilaba él, preocupado por si una noche cerraba los ojos y al abrirlos se encontraba con que su compañera le había abandonado por otro. El perro gris se acercaba, se alejaba, se volvía a acercar, y pasada la medianoche se retiraba hacia la sombras hasta el día siguiente. Los aproximamientos fueron cada vez más evidentes y el perro gris llegó a acercarse hasta la hembra durmiente, en ocasiones conseguía olfatearla durante unos segundos antes de que el perro viejo se lanzara sobre él hecho un basilisco, ladrando todo tipo de insultos y estirando sus encías, así, para enseñarle los colmillos que le quedaban. La hembra, que era fiel a su compañero, también gruñía o chasqueaba los dientes para alejar al perro gris.
Dos meses después de mi llegada comenzaron a pelearse. Las primeras veces fueron combates fugaces, aquí un jadeo, acullá un mordisco, se sucedía un rápido huracán de uñas y gruñidos pero volvían a separarse. El perro viejo era astuto. El perro gris era más fuerte. Las primeras noches la hembra participaba en estas peleas a favor de su compañero, ella también arañaba y perseguía al perro gris para alejarlo de su territorio, aunque al final algo debió ocurrir, ignoro qué sería, pero dejó de ayudar al perro viejo y se limitó a mirar cómo reñían. Incluso permitía al perro gris acercarse a ella para olfatearle el culo. En estos casos, cada vez más habituales, el perro viejo dejaba de gruñir y observaba la escena paralizado. Yo la miraba apretando los puños. Luego recuperaba el valor y se lanzaba de nuevo.
El último enfrentamiento ocurrió una noche cualquiera, no recuerdo cuál. Desde las diez de la noche se habían estado dando estos combates rápidos entre los machos y como tantas otras veces, no parecía claro que hubiese un ganador. El perro gris aprovechó un descanso para retirarse a su acera y justo en ese momento, pegando gritos y empujándose entre ellos, aparecieron calle arriba un grupo de jóvenes que volvían de alguna fiesta. Mi perro viejo, confundido, dudó sobre qué hacer, si vigilar a los humanos o a su contrincante. Eligió lo primero. Atento como estaba a los jóvenes borrachos, no vio al perro gris deslizarse entre las piernas de ellos, camuflado por un segundo con los colores tibios de la noche, y el perro gris apareció de la improvisada arboleda que habían formado las piernas de los humanos, lanzándose hacia delante para atrapar con su mandíbula el cuello del perro viejo. Pude verlo desde arriba, en mi balcón, serpenteaba como una anguila.
Fue demasiado para mi perro viejo. Tantas noches sin pegar ojo, el temor por perder a su compañera, los continuos combates y arañazos, la presión de las pupilas de su contrincante clavándose en él todos los días hasta la medianoche. El perro gris ni siquiera tuvo que acertar en su embiste para provocar la huida de su contrincante. Vi al perro viejo correr a la acera contraria y quedarse quieto en ella. Pudo pensar en regresar y volver a plantar cara pero supo que habría sido inútil. Se limitó a observar inmóvil como el perro gris se acercaba a su vieja compañera, la olfateaba, se dejaba olfatear por ella y, satisfecho, se tumbaba a su lado como si fuera lo más natural del mundo. El perro viejo se marchó y no lo volví a ver.
A la perra me la encontré por última vez dos semanas después, aplastada contra el asfalto en una calle perpendicular a mi casa. Debieron de atropellarla durante la mañana porque ya era por la tarde y podían apreciarse un puñado de marcas de neumáticos en su piel. Al perro gris lo vi unos pocos días más. Cuando se convenció de que su compañera no volvería, pareció aburrirse de todo este asunto y se largó de la acera de enfrente de mi casa. Ningún perro quiso volver a reclamarla antes de que yo volviera a Madrid.
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