Oriente Medio
Ormuz y Qeshm: el tesoro iraní en el Golfo Pérsico
Las islas del sur de Irán atesoran una gran riqueza geológica, sorprendentes paisajes que parecen sacados de Star Wars y enigmáticas playas de arena roja
Sentado en la terraza de un café frente a la inmensa plaza Naqsh-e-Jahan de Isfahán tienes la convicción de que, por mucho que viajes, el mundo sigue siendo un gran desconocido. Sin desmerecer al Zócalo, a la Plaza Roja o a Tiananmen –otras plazas de proporciones descomunales que asoman en el imaginario colectivo– ésta es la más bella de todas. Sólo por verla merece la pena el viaje a Irán, un país que desborda historia –el legado de uno de los imperios más poderosos que han visto los siglos– y que ofrece al visitante el sorprendente contraste de sus paisajes.
Irán tiene que luchar, sin duda, contra los prejuicios que le sitúan como un país al que es más prudente no ir. La revolución de Jomeini, la cruenta guerra contra Irak, su adscripción al inquietante Eje del Mal por parte de Washington tras el 11-S, la amenazante política nuclear del régimen de los ayatolás y la merma de libertades por los rigores de la sharía han situado al país durante las últimas décadas en la cuerda floja del turismo internacional. Pero, si el viajero es capaz de sobreponerse a los negros augurios, descubrirá sin duda un Irán fascinante.
Aunque hay vuelos internacionales a otras grandes ciudades como Shiraz, Bandar Abas o Isfahan, lo más probable es que la primera imagen que tenga de Irán el visitante –en su traslado a Teherán desde el aeropuerto– sea la de los minaretes del mausoleo del imán Homeini, donde reposan los restos del líder de la revolución. Inmediatamente después será engullido por la bulliciosa capital de tráfico endemoniado donde el peatón tiene que armarse de valor para cruzar sus calles y avenidas. Pero no salga huyendo. Hay redención. Por ejemplo, caminando por su moderno puente Tabiat, que une dos de los principales pulmones verdes de la ciudad: los jardines de Aboatash y el parque de Taleghani. O brujuleando por su gran bazar, reposando la jornada en el café Naderi, que rezuma la vida litetaria de Teherán del último siglo, o dejando morir la tarde en la azotea del Nofel Café, junto al teatro Nofel Loshato, un hervidero artístico y cultural para los jóvenes.
No hay que irse de Teherán sin frecuentar las terrazas de los jardines de Ferdos, a un paso del museo del cine, sin asomarse a la milenaria historia persa en el museo nacional o sin probar alguno de los restaurantes de Darband, a los pies de las montañas que rodean la capital.
Porque Teherán son dos ciudades en una. Al norte ( y también al oeste), el porte occidental del Irán moderno de grandes avenidas y modernos cafés. Al sur, las populosas calles de librerías callejeras, de cambistas de maletas repletas de riales; de las mil y una compras del bazar. En la capital iraní sorprenden la limpieza de sus calles, sus esmerados parterres de flores (vayas donde vayas, siempre te tropiezas con una cuadrilla de jardineros), los murales desde los que parecen vigilarte los mártires de la revolución, las modernas cafeterías, la alineación de misiles a espaldas del Museo de la Revolución Islámica y el músculo cultural de una ciudad que intentamos comprender a través de la atinada mirada de Bita Talebi, excelente guía de la agencia local Fotros.
El “milagro” de Nadalian en Laft
Pasar en apenas dos horas de vuelo del ajetreo de Teherán a la vida cadenciosa de la isla de Qeshm, la mayor del Golfo Pérsico (si no quieren desairar a un iraní absténgase de denominarlo Golfo de Arabia), es como dar un salto en el tiempo. La apuesta turística por excelencia de Irán en ese sur que también existe es Kish, un Las Vegas persa aupado al galope a la modernidad.
Qeshm es otra cosa. Es un paisaje de Star Wars en Estar Kafte, donde la piedra de arenisca casi se deshace entre las manos; horizontes semidesérticos de secaderos de pescado; el bosque semisumergido de Hara (que se recorre en barca desde el puerto de Soheili y que conviene visitar con marea alta); es el intrincado laberinto de rocas de Chah Kuh, que el viento ha erosionado a su antojo desde su primer aliento; es su astillero de Guran y el ceniciento pueblo de Laft, donde en lugar de antenas parabólicas los tejados lucen ancestrales torres de ventilación para sobrevivir al calor que devora la isla la mayor parte del año (recomendable visitarla de diciembre a marzo).
En Laft ha encontrado un insólito refugio para su arte el pintor y escultor Ahmad Nadalian, quien sobreponiéndose al recelo de las mentes obtusas desde hace seis años anda empeñado en involucrar a mujeres locales en su proyecto artístico. Empoderamiento sin altavoces. «Se pensaban que estaba loco, pero ahora puedes ver a una mujer sola que lleva las ventas del taller y lidera a tres hombres. Ése es mi milagro», asegura bajo una de esas torres de aire por las que su arte se esparce al mundo.
Soplo de libertad en Ormuz
Desde Shib Deraz Village, un barco nos deja en la isla de Ormuz, donde caminas por su suelo ferruginoso como si estuvieras pisando sangre. Una tierra arcillosa, exponente de su riqueza geológica, laminada por lenguas de sal en el valle de Namake Talai, al que se llega en uno de los numerosos rickshaw que pueblan la isla, donde los jóvenes iraníes buscan un soplo de libertad y en la que el viejo castillo portugués aún es testigo de la historia. Tras caminar por un desfiladero encajonado entre paredes de sal, el valle de Mojasame, toca inundarse de luz en la playa roja y, si es posible, dejar morir ahí el día a orillas de uno de los estrechos de mayor relevancia geoestratégica del mundo.
Desde la cercana Bandar Abbas (media hora en ferry a Ormuz), una hora de avión nos acerca a Shiraz, la ciudad que rezuma poesía y que brilla, sobre todo, en primavera. Hay que aprender a mirarla a través de las celosías multicolores de su Mezquita Rosa, sin miedo a perderse en su bazar, dejando a un lado el reloj en las terrazas a las puertas de la mezquita Vakil, intentando comprender su milenaria historia en el castillo de Karim Kan, principal benefactor de la ciudad.
En Shiraz hay que recitar algún poema de Hafez frente a su mausoleo (se puede adquirir su obra en español en una librería cercana). Pero aunque nos adentremos en las calles estrechas del barrio de Sang Siag o admiremos la cúpula del mausoleo de Shah Cheragh encendida por el sol crepuscular, nos iremos con una idea equivocada de la ciudad sin recorrer el moderno barrio de Afif Abad, de grandes y concurridas arterias de estética abrumadoramente occidental.
En los más de 900 kilómetros que nos separan por carretera de Teherán hay varias paradas ineludibles. Persépolis, la gran ciudad de los reyes persas que asoló Alejandro Magno en el 331 antes de Cristo, es una lección de historia escrita en las ruinas de sus palacios y en la piedra de los sobrecogedores mausoleos de Nasq-e Rustam, un impresionante farallón de roca que cobija las tumbas de cinco soberanos persas, de Darío I a Artajerjes. Una estampa que no se olvida jamás.
Una plaza que justifica un largo viaje
Y, para rematar esta inmersión en el legado del imperio persa, hay que rendir honores a Ciro el Grande en su solitaria tumba de Pasargada, que emerge en la llanura como un orgulloso mascarón de proa de la historia.
Pero quizá no haya mejor forma de despedirse de Irán que en la bella Isfahán. La apabullante plaza de Naqsh-e-Jahan –jalonada por las mezquitas del Imán y de Sheik Lotfollah y por el palacio de Ali Qapu-Bazar, de inconfundible balconada– es el corazón de Isfahán, donde la vida de la ciudad se esparce en todas las direcciones a través de las decenas de puertas de arco persa que, en dos alturas, circundan la inmensa planicie de más de medio kilómetro de largo.
Isfahán se entiende también a través de sus puentes sobre el río Zayandeh, ahora escurrido de caudal, sobre todos el bellísimo de Khaju y el de Sioh Se, conocido popularmente como el puente de los 33 arcos. Y paseando por la recoleta avenida Chahar Bagh entre el susurro de los surtidores de agua, observando cantar a los ancianos que se reúnen en el parque de Hash Bheshest para compartir sus nostalgias o recorriendo sin rumbo su barrio armenio. Aunque indefectiblemente, todos los caminos conducen a Naqsh-e-Jahan, «la mitad del mundo» para los persas, la plaza de la que uno nunca se querría ir.
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