
Viajes
Catamarca, ¿un lugar de Argentina o de otro planeta?
Sus paisajes son tan únicos que, cuando se recorren, se llega a pensar que no pertenecen a este mundo

Aquí el paisaje desafía toda lógica y el viajero que se adentra en sus rutas siente que atraviesa portales naturales: el territorio cambia a cada kilómetro y lo que contempla y deja atrás jamás se repite. Es Catamarca, en el norte de Argentina, aunque no parece pertenecer a la Tierra.
Viajar por Catamarca es sumergirse en su inmensidad y comprender que su belleza es prístina y silenciosa; y que «estar tan lejos de todo» es parte de sus grandes atractivos: carreteras donde los paisajes, durante horas, son los únicos compañeros. Posee esa soledad que hoy en día es uno de los mayores lujos que puede ofrecer un destino: sencillo, sin artificios y auténtico.
Las distancias en Catamarca son largas y, sin embargo, cada tramo justifica el viaje. A lo largo de sus rutas, el horizonte se transforma sin aviso: los verdes se desvanecen en ocres, los ocres se diluyen en blancos y el aire se vuelve más puro conforme se gana altura. En los Andes catamarqueños, el cielo es más azul que en ninguna otra parte, como si la luz se filtrara sin impurezas.
En este destino, el viaje no se mide en kilómetros, sino en emociones.
Tinogasta, el sabor del origen y la Ruta del Adobe
Hacia el oeste, Tinogasta aparece como un alto necesario antes de internarse en el desierto. Conocida por su tradición vitivinícola y su hospitalidad, es una puerta de entrada a la historia y a los deliciosos sabores de Catamarca. Porque la gastronomía de Catamarca es en sí misma un motivo suficiente para visitarla; una parada recomendada es el Museo del Sabor, donde se descubre la esencia de la cocina local: productos del campo, vinos de altura y recetas que resumen la identidad de esta tierra.
Desde esta acogedora ciudad parte una de las rutas más bellas de la provincia, la Ruta del Adobe, un tramo breve en distancia pero grandioso en significado.
Sí, es la apacible Tinogasta, donde el aire comienza a oler a montaña y la calma se hace más profunda, el punto de partida de un recorrido considerado entre los más bellos del noroeste argentino. Son apenas cincuenta kilómetros que separan Tinogasta de Fiambalá, pero en ellos se concentra una centenaria historia que parece escrita con barro y sol.
Antiguos templos, capillas y casas de adobe acompañan el camino como guardianes de otro tiempo. Cada una conserva el color de la tierra y el aroma del desierto. Entre ellas destaca una pequeña iglesia, la Iglesia de Nuestra Señora de Andacollo, que resume el espíritu de esta ruta: fe sencilla, manos artesanas y una quietud que habla.
A lo largo del trayecto aparecen otras joyas como el Oratorio de los Orquera y las Ruinas de Watungasta, vestigios de culturas que habitaron estas tierras mucho antes de la llegada de los españoles. Este itinerario es, en realidad, una lección de permanencia: lo que aquí se construyó aún resiste al viento y al tiempo.
Esta ruta concluye en Fiambalá, un oasis entre montañas, conocido por sus aguas termales y por ser el lugar de inicio de la Ruta de los Seismiles. Es el punto donde la historia se encuentra con la altura y donde comienza otro tipo de aventura: la de los volcanes que tocan el cielo.
Fiambalá y la Ruta de los Seismiles

Desde Fiambalá comienza uno de los trayectos más imponentes del continente: la Ruta de los Seismiles. A lo largo de más de 200 kilómetros se bordean volcanes que superan los seis mil metros de altura, entre ellos el majestuoso volcán Pissis. El aire es tan fino que la respiración se convierte en un acto consciente y el asombro en un compañero inseparable.
Cuando sopla el viento blanco, el paisaje se disuelve. La nieve se eleva en suspensión, borra los contornos y convierte el horizonte en una niebla luminosa. Es un fenómeno que hipnotiza y recuerda lo pequeña que es la presencia humana frente a la naturaleza.
A más de 4.500 metros de altitud, en el Balcón del Pissis, el mundo parece detenerse. Los colores cambian con la luz: el rojo del suelo, el gris de las rocas, el blanco de la sal y el celeste absoluto del cielo. Todo se vuelve más intenso. La quietud es tan profunda que cualquier palabra parece una interrupción.
En esas alturas, donde el aire es puro y la vista infinita, uno comprende que la grandeza de los destinos no siempre se mide en monumentos, sino en la emoción de contemplar algo intacto.
Las Dunas de Tatón y el Campo de Piedra Pómez
Bajo el sol de Tatón, el desierto se vuelve movimiento. En él se levanta la que muchos consideran la duna más alta del mundo, un coloso de arena que parece vivo. Cuando sopla el viento zonda, el aire se llena de remolinos dorados que giran como huracanes de luz. A contraluz, el paisaje parece una coreografía del viento: cambiante, hipnótica, casi irreal.
Al amanecer, los tonos rosados y anaranjados se funden con el brillo del sol naciente. Es un espectáculo que no se olvida.

Nada prepara para la visión del Campo de Piedra Pómez. Más de 25 kilómetros cuadrados de formaciones blancas, talladas por erupciones volcánicas milenarias, componen un paisaje casi irreal que parece de otro planeta. Las figuras esculpidas por el tiempo se levantan como esculturas naturales: arcos, torres y laberintos que cambian de color con la luz del día.
En la Puna, Antofagasta de la Sierra, a más de 3.000 metros de altitud, es uno de los mejores puntos de descanso para quienes exploran esta región. Los volcanes dominan el horizonte como guardianes inmóviles, y los atardeceres tiñen el cielo de colores imposibles de describir.
Sabores que recuerdan a la abuela
En los fogones catamarqueños, los platos reconfortan el alma. En las cocinas, las recetas se preparan con calma y con cariño: humitas humeantes, api de zapallo, pan casero, guisos que perfuman las calles al mediodía. Cada comida parece un regreso a la infancia, una mesa donde la hospitalidad es parte del paisaje.
Y como toda buena tierra del norte argentino, Catamarca también es sinónimo de vino. Los viñedos de altura, bañados por el sol más limpio, producen tintos intensos y blancos aromáticos que completan la experiencia del viajero.
Silencio, hospitalidad y descanso
Catamarca enseña que la pausa también forma parte del viaje. Por ejemplo, después de horas de ruta, detenerse en la Hospedería Municipal de El Durazno es encontrar refugio entre montañas. El sonido del río cercano, la comida casera y la calma del entorno invitan al descanso. Allí, la noche es negra y estrellada, y la paz envuelve.
Otros alojamientos con alma muy recomendados son Killa Qullqi Posada, en Fiambalá, con vista panorámica de 180° al gran Valle del Abaucán, y un restaurante con platos de sabor a autenticidad y amor por la tierra; y en Antofagasta, la hospedería municipal donde uno se siente en casa… y, a la vez, literalmente, en el cielo.
Catamarca con el corazón abierto

Silvina Figueroa, gerente de la reconocida agencia Catamarca Viajes y Turismo, lo dice sin rodeos: esta provincia necesita al menos entre siete y diez días para descubrirla en toda su magnitud. «Y si es en primavera, mucho mejor —añade—, porque los paisajes se abren y el clima acompaña cada tramo del recorrido».
Esta experta catamarqueña conoce cada rincón de su tierra y resume lo que muchos viajeros sienten al marcharse: «Catamarca hay que visitarla con el corazón abierto, porque siempre supera lo que uno imagina».
Y no se equivoca. No hay mapa, texto ni fotografía que logre abarcar su grandeza. Solo la experiencia de recorrerla —lentamente, con respeto, con los sentidos despiertos— permite comprender que, en Catamarca, lo extraordinario sigue ocurriendo en la Tierra.
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