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Los sueños cumplidos de Ángela Portero: ¿Cómo no perder el rumbo sin GPS?

Ángela Portero con uno de los miembros de la expedición
Ángela Portero con uno de los miembros de la expediciónlarazon

Después de dos días disfrutando de las islas caboverdianas, llegó el día de zarpar. Antes, Raquel y yo acompañamos al Comandante Máximo al mercado de las frutas y verduras de Mindelo para aprovisionarnos mientras los Gianes se ocupaban de llenar el tanque de agua y repostar.

Después de dos días disfrutando de las islas caboverdianas, llegó el día de zarpar. Antes, Raquel y yo acompañamos al Comandante Máximo al mercado de las frutas y verduras de Mindelo para aprovisionarnos mientras los Gianes se ocupaban de llenar el tanque de agua y repostar.

El mercado, a esa hora de la mañana, no estaba demasiado concurrido. En un espacio no demasiado grande se agolpaban una veintena de puesto sin que ninguno de ellos destacara especialmente por su calidad o variedad. Prácticamente todos tenían lo mismo: patatas, batatas, plátanos, zanahorias, pimientos verdes, limones, mangos... También era posible comprar huevos de campo, especias y algunas legumbres. No necesitábamos gran cosa ya que nos quedaba aún verdura y fruta en buen estado que habíamos comprado en Canarias pero nos quedaban dos semanas en alta mar hasta arribar a Saint Marteen por lo que era necesario hacer acopio de productos frescos.

Nos decidimos por comprar en un puesto regentado por una sonriente mulata de cabello negro y rizado. La mujer iba apuntando todo en una pequeña libreta. Compramos algo de fruta, patatas, zanahorias, lechugas, pimientos y un pepino. Cuando llegó la hora de pagar la cuenta ascendía a más de 100 euros. Sorprendidas por el precio que nos exigían, repasamos la cuenta. Por cinco kilos de limones y otros tanto de lima nos querían cobrar cuarenta euros y por un pepino de menos de medio kilo casi cinco euros. Lógicamente pensamos que nos estaban timando por ser turistas y aunque pudimos comprobar que nos habían engañado con el peso, descubrimos también que el elevado precio de los productos agrícolas es el resultado de su pobre agricultura y de la sequía que padecen las islas desde hace años.

Después de discutir con la tendera, empezamos a negociar con ella con el objetivo de rebajar el importe total, algo que suele ser bastante habitual en estos países. Acordamos que le pagaríamos 80 dólares y pareció conforme. Un hombre con una carretilla se ofreció a llevarnos la compra hasta el puerto. Paramos en un supermercado de camino para abastecernos de otros productos no perecederos que necesitábamos y cuando regresábamos al barco, la carretilla se rompió en medio de la calle. El hombre nos dejó tirados ya que, a pesar de que la carretilla estaba rota, no quería dejarla allí y tuvimos que cargar con toda la compra.

Era mediodía cuando zarpamos. Dejamos atrás la isla de Sao Vicente y pusimos rumbo a nuestro destino: el puerto de Marigot en Saint Marteen. Nos quedaban casi dos mil doscientas millas y según los cálculos del Comandante Máximo si conseguíamos hacer una media de siete nudos tardaríamos trece días en cruzar el Atlántico. Su objetivo, sin embargo, era hacerlo en doce días lo que nos obligaría a hacer una media mínima de siete nudos y medio.

En cuanto salimos del abrigo de las islas, ya teníamos una velocidad del viento más que aceptable, 18 nudos. El primer día de navegación no tuvimos suerte con la pesca y a pesar de que algo mordió el anzuelo, el pez consiguió escapar. El crepúsculo nos ofreció una luna casi llena que prometía iluminar nuestras primeras noches en el océano. En cuanto a las guardias, decidimos continuar con el mismo sistema de turnos, en el que Giampa y Raquel formaban un equipo y Gian Luca y yo, otro. El Comandante seguía haciendo las dos primeras horas y nosotros, de las dos a las ocho de la mañana.

A las ocho de la mañana, cuando el Comandante Máximo se hacía cargo de la navegación, los tres hombres decidían que velas arriar o izar en función de la situación metereológica, ya que por la noche, lo habitual era reducir el velamen. Con las primeras luces del día, lanzábamos las cañas de pescar por la popa.

Aquel día, el océano fue generoso con nosotros y capturamos un bonito de más de tres kilos. Los chicos lo recibieron con alegría al grito de Calabria de “¡ala loonga!”, nombre de un pescado local muy similar al bonito. Gian Luca y Giampa eran unos artistas limpiando el pescado. Me maravillaba y me quedaba embobada viendo como Gianluca lo diseccionaba con certeros y precisos cortes, separaban la carne de la espina hasta obtener dos lomos perfectos. Inspeccionó la carne con cuidado por si tuviera algún parásito como el tan temido anisakis, ya que, en alguna ocasión tuvimos que tirar las capturas. No era el caso y decidimos que haríamos bonito con tomate y que guardaríamos un poco para hervirlo y macerarlo en aceite de oliva, lo que nos serviría para hacer otros platos en frío.

A pesar de que, día sí y día no, nos acostábamos a las ocho de la mañana al finalizar la guardia, nos despertábamos relativamente pronto. Desayunábamos y después solíamos discutir el menú del día. Excepto el Comandante Máximo, todos cocinábamos y disfrutábamos aprendiendo nuevas recetas por lo que, a la hora de cocinar, siempre estábamos los cuatro. Giampa, apuntaba en su pequeña libreta todas las recetas españolas y yo, de vez en cuando, hacía lo mismo en las notas del Iphone o les grababa mientras cocinaban.

Navegamos a buen ritmo y sin contratiempos

Por la mañana, Raquel y yo, solíamos subir al Flybridge acompañando al Comandante Máximo en la caña y nos quedábamos charlando con él o tomando el sol en las colchonetas de la cubierta exterior. Raquel ponía sus listas de música y excepto, cuando le daba por la tecno o la electrónica, solía aprovechar para dormitar al sol o leer un rato.

Por las tardes, después de la siesta, seguíamos con nuestras clases de navegación que fueron reduciéndose a medida que los Gianes fueron aprendiendo a jugar al mus, un juego que, a pesar de su complejidad, les encantó. Las timbas se prolongaban hasta la caída del sol, cuya contemplación era casi un ritual ineludible. Nos sentábamos en las tumbonas de proa y contemplábamos el ocaso en silencio, ensimismados en nuestros pensamientos. En la soledad del Atlántico y ante la majestuosidad de sus atardeceres, es casi imposible no conectar con tu yo más profundo, ése al que apenas prestamos atención en otros contextos más estresantes. Otras veces, en esas horas previas al crepúsculo, aparecían manadas de delfines que jugaban con la estela de los patines del catamarán y nos acompañaban durante un buen rato mientras el sol se ocultaba en el horizonte.

Para los italianos la hora del aperitivo es sagrada, así que después de ver el atardecer y decidir con qué velas encarar la noche, nos reuníamos en el salón y mientras cocinábamos nos servíamos una copa. Giampa y GianLuca optaban por abrir un vino blanco, el Comandante por un Whisky y nosotras, según el día, acompañábamos a los Gianes con el vino o abríamos unas cervezas. Luego, cocinábamos escuchando una lista de música española que, después de más de dos semanas navegando, ya se la sabían hasta los italianos. Canciones de Antonio Carmona, Pablo Alborán, Rosario Flores o Nolasco sonaban una y otra vez animando los días y las noches.

El Delizia iba avanzando y surcando millas cumpliendo de sobra los objetivos de su capitán y superando las 170 millas diarias en función de si teníamos más o menos viento. Pero además del impulso eólico, contábamos con la ayuda del motor, algo que resultaba muy molesto. Los Gianes mostraban su repulsa a la forma de entender la navegación del Comandante pero en un barco no existe la democracia y estaban obligados, siempre que no estuviera en juego la seguridad, a seguir sus órdenes. Sin la mayor, la vela más utilizada fue el génova y en ocasiones, los diferentes spinnakers con los que contábamos y que se desplegaban en más ocasiones de las convenientes. Según íbamos superando meridianos, íbamos atrasando horas al reloj. Y es que cada hora o huso horario tiene 15º de amplitud, es decir, de longitud geográfica, de modo que a partir del meridiano 180º y hasta superar los 165º no se cambia de huso horario. Cada vez que esto ocurría, el Comandante Máximo nos lo comunicaba y cambiaba el pequeño reloj digital situado en el salón. Yo, sin embargo, opté por no cambiar las manecillas de mi reloj hasta llegar al Caribe, ya que en medio de la nada, nada me importaba el tiempo.

¿Cómo no perder el rumbo sin GPS?

Uno de los momentos que más disfruté en medio del Atlántico era contemplar como el cielo se llenaba de millones de estrellas que refulgían tras la salida de la luna. La luz de la luna impide en su ascensión discernir a las estrellas con luz más débil pero era posible ver la Vía Láctea en toda su majestuosa totalidad. Un sinfín más de estrellas, para mí desconocidas, era posible ver en el firmamento de las noches sin luna. Relucen y centellean abriéndonos los ojos al universo infinito.

En esa asombrosa contemplación de la esfera celeste en alta mar, era fácil imaginar a grandes marinos de la historia buscando en ellas la confirmación de sus rumbos. De hecho las estrellas han sido, junto al Sol, la Luna y algunos planetas, los puntos de referencia para la navegación en la astronomía náutica. Así, las estrellas náuticas, las más brillantes de cada constelación son cincuenta y siete astros de primera y segunda magnitud, las elegidas para guiar a los marinos ayudándoles a calcular su situación en alta mar. Las coordenadas celestes de estas estrellas se publican en los almanaques náuticos y aunque hoy estén en desuso, antaño eran la única forma de no errar los rumbos. Las más utilizadas para guiarse eran la la Estrella polar, la Cruz del sur y la Canopo, más luminosa que Sirio.

En latitudes tropicales como en la que nos encontrábamos es más fácil seguir el rumbo con las estrellas, ya que estas parecen viajar verticalmente y sus marcaciones no sufren variación. El Sol también nos ayuda a situarnos, pero cuando se navega sólo indica su posición exacta en los equinoccios (cuando el Sol está situado en el plano del ecuador celeste), aunque siempre nos indicara de forma aproximada cuando sale dónde esta el Este y cuando se pone, señalando el Oeste. También la Luna nos da una aproximación a la posición de los puntos cardinales, de modo que cuando es creciente las puntas señalan siempre hacia el Este mientras que cuando esta menguante estas apuntan al Oeste.

Para todos aquellos que como yo, hayan visto la serie Vikingos, sabrán también que otra forma de guiarse es hacer un reloj solar. Sólo es necesario coger un palo que proyecte una sombra de aproximadamente 40 centímetros. A partir de esa sombra se traza una semi circunferencia cuyo radio es la longitud de la sombra. A las 12:00 la sombra se irá haciendo más pequeña para después volver a crecer y es en ese momento, en el que vuelva a estar en la misma medida, cuando debemos de hacer otra marca. Uniendo las dos marcas trazaremos una línea recta que indicará el Oeste y el Este. La primera marcará el Oeste y la segunda, el Este.

Cuando el cielo estaba nublado, los antiguos navegantes también se valían del estudio de las olas oceánicas y anotaban la alineación de dichas olas con respecto al Sol naciente, el ocaso y las estrellas. Grandes descubridores y navegantes como Cristobal Colón utilizaban lo que se conocía como navegación por estima que consistía en documentar sobre cartas náuticas tres datos: el punto de partida del buque, su velocidad y su rumbo. Desde entonces, la forma de situarse en medio de un océano ha avanzado mucho. La brújula, el astrolabio y después el sextante, el girocompás o el cronómetro marino han sido, hasta la aparición del GPS, los inventos que hicieron posible una navegación más segura y moderna. Por suerte para los que cómo yo ignoramos todo sobre la astronomía, nuestro GPS, de momento, nos llevaba firmes y seguros a nuestro destino.

Un secreto oculto en la carta naútica

A pesar de que hoy la navegación es casi una ciencia exacta, aún se mantienen algunas costumbres marineras inmemoriales como es llevar el diario de a bordo, dónde los capitanes anotan todo hecho relevante que ocurre durante la navegación. Como no podía ser de otro modo, el Comandante Máximo también llevaba su diario de a bordo por escrito y marcaba en las cartas nuestra posición cada día. Junto a esas marcas diarias anotaba las millas realizadas lo que le permitía no perder de vista su objetivo de cruzar el Atlántico en doce días. También en esa carta náutica estaba reflejada la ruta que había seguido en su primera travesía oceánica en 1999 y que escondía un secreto que estaba a punto de revelarnos. Mientras que la ruta de 2019 desvelaba hasta el momento, un rumbo recto y constante, la de veinte años antes ofrecía una derrota sinuosa y serpenteante que dejaba entrever una travesía no exenta de peligros.

¿Qué había ocurrido en esa travesía y por qué el Comandante Máximo evitaba hablar de la primera vez que cruzó el Atlántico?.