María José Navarro

Antes

La Razón
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Yo antes tenía una casa normal. Una casa enana, zen, llena de paredes blancas, sin adornos, minimalista, limpia. Una casa a la que los amigos llamaban «el quirófano». Bien, pues todo eso se ha ido al garete. En la pared que da a la ventana hay unas patitas negras como la pez, en la puerta de entrada hay unas patitas negras como la pez, el sofá está completamente cubierto de trapos con unas patitas negras como la pez, algunas manchitas de gotitas, pelos blancos y dos pelotas de tenis negras que se trajo de la calle mi cachorro de perrito adoptado. Encima de los sillones también hay trapos, en dos rincones del suelo dos empapadores, granitos de pienso por todos lados, charquitos de agua del ímpetu con el que bebe, bolsas para recoger las caquitas, las correas, y luego todo lo que el coge con su boquita y arrastra por toda la casa. Lo que arrastra mi perro Perry puede ser desde mis pantalones a la caja de bastoncillos para las orejas a la maquinilla de depilar o una mamografía. Yo no soy de escribir con diminutivos pero si escribo diminutivo podría dar la sensación de que no tengo la casa como la tengo, esto es, hecha una pocilga, una cochiquera, un charco de mierda. Pero es que encima, mi perro adoptado, Perry Mason, ha estado malo. Gripe. Problemas respiratorios, fiebre, decaimiento, falta de apetito. Mu malo, pero mucho, así que en venganza, ha retrocedido en sus aprendizajes, lo que significa que ha vuelto a dejar sus delicadas bolitas de bosta por los rincones y su orín a discreción. Todo este caos tiene una parte buena y es que mi madre me llama todos los días. No para preguntar por mí, ni por mis problemas ni por mi vida sentimental, aunque ahora que lo pienso tengo la misma vida sentimental que una alfombrilla de baño. Así que ahí estoy, con mi pipican, mi fregona, y mis zapatillas escondidas y mordisqueadas. Nadie me dijo, nadie me contó que mi casa ya no sería mi casa, ni que mi sentido del orden iba a ir directamente al cubo de la basura. Que ya no podría retrasarme, ni trasnochar, ni olvidarme de las rutinas de ese perrillo que me mira como nadie me ha mirado. Pero sobre todo, nadie me contó que sería tan feliz. Anímense y déjense querer.