José María Marco

Desplazamiento radical en Europa

La Razón
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Los británicos presumen que su régimen político está inmunizado contra el populismo. Si se les dice que Margaret Thatcher y Tony Blair tenían mucho de políticos populistas, manifiestan su indignación. Argumentan que eran perfectos representantes del «establishment» y que nunca se les habría ocurrido intentar cambiar el sistema. Cierto, pero también lo es que el populismo, en dosis más moderadas, es una integrante de cualquier sistema democrático. Tanto Blair como Thatcher supieron apelar y movilizar a una ciudadanía que no se sentía del todo representada por los políticos más tradicionales que ellos vinieron a sustituir. La elección de Jeremy Corbyn al frente del Partido Laborista da un nuevo giro a este debate. Corbyn, efectivamente, ha conseguido a sus 66 años ponerse al frente del gran partido socialista británico (el Labour no es otra cosa que la versión británica del socialismo europeo) con un programa que se podría calificar de populista. Es un hombre ajeno al aparato de su propia organización, con una base territorial de lealtad probada, ajena a las grandes tendencias de la política nacional. Presenta tanto por el tono como por el argumento antielites típico de los populistas, a los que les gusta postularse como los verdaderos representantes de un pueblo imaginario, en trance de construcción.

Corbyn lo ha movilizado gracias a un mecanismo nuevo de votación, que ha permitido participar en la elección del nuevo líder laborista a decenas de miles de personas por internet y al módico precio de tres euros: lo que se pierde en fidelidad partidista se gana en «empoderamiento» de la ciudadanía o el pueblo postmoderno. También articula una corriente reticente ante la Unión Europea, y constituye por tanto una amenaza para los equilibrios a los que está obligado Cameron en este asunto. Hay más. Corbyn, aun sin salirse del laborismo, ofrece una alternativa para esos electores que sienten que la diferencia entre las dos grandes opciones clásicas es demasiado pequeña. Quieren tener más opciones, por así decirlo (también se podría decir más intensas, o emocionantes). En esta perspectiva, Corbyn es otro síntoma de un desplazamiento político general europeo que está dejando atrás el eje derecha/izquierda para sustituirlo por el de sistema/antisistema.

Así que en la elección de Corbyn al frente del Partido Laborista encontramos algunos de los elementos clásicos del populismo, que han vuelto a aparecer en buena parte de la Unión: eje sistema / antisistema, llamamiento al pueblo, rechazo de las elites, aroma antieuropeo que conecta con el regusto soberanista, de fondo nacionalista, que late en todos estos nacional populistas, ya sea de izquierdas (nuestros compañeros politólogos de Podemos, lo que queda de Syriza) como de derechas (el propio UKIP en Gran Bretaña y, sobre todo, el gran movimiento populista del Frente Nacional francés). Corbyn tiene también algo de payaso, una pose de bufón que reaparece periódicamente en la política europea, desde el Coluche de la Francia de los años ochenta a Beppe Grillo. A los populistas les gusta el histrionismo. Aquí, sin embargo, las cosas empiezan a cambiar. El «look» de Corbyn, mucho más estudiado en su aparente descuido que el de cualquier político tradicional, no lo conecta exactamente con los populistas clásicos, sino con lo que gusta de llamarse la nueva izquierda europea. Más sencillamente: la extrema izquierda de los podemitas, los ex syrizos y los alternativos republicanos catalanes.

Que Corbyn tenga 66 años y no se haya salido nunca del carril ultraizquierdista es un plus. A la extrema izquierda europea actual le gustan los abuelos y las abuelas que han sobrevivido a la caída del Muro de Berlín: hay algo más que ruinas en el socialismo, y ahí están Carmena o Corbyn para demostrarlo. En tantos años de activismo, Corbyn no ha dejado sin tocar uno solo de los tópicos izquierdistas: pacifista (está en contra de los bombardeos para debilitar al ISIS), antinuclear, pro estatista, pro palestino, enemigo de la austeridad, a favor de la inversión estatal, la renacionalización de algunos servicios, y la sanidad y la educación totalmente gratuitas (esta última financiada con impuestos a los «ricos»)... Añádase que el «fracking» le parece arriesgado (en su juventud militó en un sindicato de funcionarios, colmo de lo revolucionario) y que es vegetariano, republicano y que usa la bicicleta para sus desplazamientos... Es el retrato robot del ultraizquierdista occidental, salido de una película de Ken Loach y que se dispone a cambiar el mundo liderando una asamblea por jóvenes criados a los pechos de profesores de ultraizquierda que siguen buscando, ya jubilados, una alternativa a la realidad. Un dato interesante es que Corbyn está en contra de los controles a la inmigración. Todos somos hermanos, como sabemos. En realidad, la búsqueda del nuevo sujeto revolucionario no acaba nunca. El último son los inmigrantes y refugiados.

En los últimos tiempos, se ha utilizado con demasiada ligereza el concepto de populismo para designar a movimientos que, aunque lo sean en parte, son más deudores de la extrema izquierda que del auténtico populismo. A estos «populistas» les interesa la marca porque el populismo radical los sitúa como alternativa total al sistema. Como la crisis ha traído inseguridades y vacilaciones, el «populismo» de estos nuevos actores políticos parecía algo verosímil. En realidad –y Corbyn lo demuestra– son más bien un aggiornamiento de la extrema izquierda. El caso de la Syriza de Tsipras ha permitido ver cómo se evoluciona de un lugar a otro.

En cuanto a Podemos, nunca han dejado de ser un grupo de extrema izquierda ni se lo han propuesto seriamente, por mucha retórica post 89 y latinoamericana que hayan utilizado y a pesar de algún toque de nacionalismo (antieuropeo), de imposible realización práctica en nuestro país. Tal vez los británicos sigan teniendo razón al decir que su país es poco amigo de los populismos. Y los conservadores británicos andarán felices.