Manuel Coma

Horror yihadista

La Razón
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El 29 de junio, el Califato proclamado por Estado Islámico (EI) celebró la gloria de su primer aniversario con la pena de la serie de atentados que ejecutó tres días antes. Si en los tres siguientes no se produjeron más atrocidades que las habituales en sus territorios y nada en los nuestros, puede haber sido porque los dispositivos policiales las desbarataron o porque previendo la previsión de la seguridad occidental, se contentaron con adelantar la fecha de la sangrienta conmemoración. En todo caso gloria, que significa horror para los demás. A los dos años de haberse puesto en marcha saliendo de Irak para Siria y de la matriz de Al Qaida para competir con ella y tratar de fagocitarla, el balance del EI tiene tanto de éxitos exultantes como de abyecto fanatismo y sádicas crueldades. Todo es una pieza. Las hazañas bélicas, el delirante fanatismo y las crueldades no cesan de llenar las virtuales oficinas de reclutamiento de la organización, que ingresa al menos tres nuevos voluntarios por cada uno de sus caídos. Tras y por debajo de todo ello está la rabiosa frustración de una cultura que cree provenir de un deslumbrante pasado y poseer el monopolio de la verdad, pero que se encuentra inmersa en un desolador presente, del que trata de liberarse a base de opresión, muerte y sangre.

Es sin embargo fundamental señalar que esos extremos sólo afectan a una parte pequeña de ese mundo, que con sus desafueros e hiperdinamismo, amenaza al resto. Con enorme diferencia, las víctimas de su terrorismo se producen en los países de donde proceden y por donde se expanden. Respetan a los suníes que se les someten y se ceban sin el menor atisbo de compasión con cualquier heterogeneidad religiosa, sean yazidíes, cristianos, chiíes o cualquier otra secta. Su nombre de Estado Islámico es engañoso. Dominar un territorio con población nominalmente afín y sumisa y poder succionar sus fuentes de riqueza, preferentemente petróleo, es una necesidad para imponer su concepción religiosa a escala universal, pero no están interesados en un estado más o menos convencional con unas fronteras definidas. Los atentados en Occidente, puntuales y dependientes de la oportunidad, simplemente nos recuerdan que sus objetivos carecen de límites, aunque tienen que priorizarlos en función de las posibilidades. No son un gran peligro para nosotros mientras mantengamos la guardia alta, pero nunca dejan de ser una amenaza y nos recuerdan que no estamos fuera de su radio de acción. Si el nombre de Estado Islámico se queda corto, el de Califato, que sería una suerte de imperio islámico de aspiración universal, resulta más adecuado, siempre que se ponga el énfasis en la carencia de límites. Pero sobre todo tienen una virtud religioso-política: el deber de obediencia de los creyentes al califa.