Paloma Pedrero

Mi alma es un perro

La Razón
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Iván, un niño ruso de solo cuatro años, se echó a la calle huyendo de un padrastro que maltrataba a su madre y quería deshacerse de él. Todo ser que comiera, bebiera o ocupara espacio en las casas hambrientas del Moscú post-soviético, era susceptible de ser abandonado en el lado opuesto de la ciudad. En las estaciones de metro, cientos de niños se guarecían del frío abrazados a sus perros. Iván Mishukov consiguió hacerse amigo de una preciosa perra blanca con la que compartía alguna patata que le regalaban los sin techo. El mundo era una selva donde los hombres se mataban. Y otros, sin armas, morían helados. Solo la perra blanca protegía al niño de las agresiones de la calle. Ella y su manada famélica corrían a defenderlo cuando el pequeño aullaba ante cualquier agresión. Sólo entonces los perros enseñaban los dientes. Sin embargo, ella, la jefa de la manada, aún no consentía que el niño durmiese en la guarida con su familia. Una noche, especialmente fría y triste, el niño se puso a llorar en la puerta del escondrijo y su madre perra le empujó a entrar. Fue el tiempo más feliz para Iván. Por fin un techo y un pecho. Caliente, peludo, con el latido del mejor amor. Pasaron muchas cosas después, que no les voy a contar, pero cuando los humanos rescataron al crío que ya solo se comunicaba ladrando, le llevaron a una iglesia y le dijeron que él no era un animal que él tenía alma. El muchacho lo entendió y dijo: Sí, mi alma es un perro.

Esta historia real de “Iván y los perros” nos la interpreta magistralmente el actor Nacho Sánchez en el Teatro Español todas las tardes. Y nos llega al alma. Al perro.