Cristina López Schlichting

Signo de contradicción

La Razón
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En la facultad me explicaron que un buen indicio de ecuanimidad periodística es disgustar a gentes de distintas posiciones. En este sentido, el Papa daba en el clavo con la llamada encíclica ecológica. Hay que ver cómo se han puesto. Unos se apresuraron a titular que Francisco ponía en su sitio a la «derecha católica», al dar por bueno el cambio climático. A los otros les alegró la condena del relativismo o la afirmación de que la naturaleza conduce de forma natural a Dios. Pero es que el complejo y riquísimo texto enmendaba muchas cosas que ambos «lados» callaban. Por un lado, defendía el valor de la vida del no nacido y denunciaba las políticas internacionales contra la natalidad en los países en desarrollo. Por otro, negaba que el libre mercado fuese en sí mismo una solución de todos los males y puntualizaba que «la tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable el derecho a la propiedad privada y subrayó su función social». El afán de los distintos grupos mediáticos o los opinadores de colonizar la encíclica de Francisco demuestra dos cosas, a mi juicio. Primero, que la Iglesia conserva la autoridad moral del que no se expresa sobre las cosas intentando sacar partido de ellas, sino buscando sencillamente lo mejor para todos. Y, en segundo lugar, que desde la sencillez de la fe y la tradición cristianas es posible extraer un juicio cultural nuevo. En este texto se aprende, por ejemplo, que los gorilas no son iguales que los seres humanos, pero están estrechamente hermanados con nosotros. O que la tierra no es una divinidad, pero está empapada del amor de Dios y es expresión de Su Presencia. Se trata de un inteligente tratado que desarrolla un principio moral muy antiguo: el de que la codicia lleva a la esquilmación. Es el malestar con uno mismo el que se traduce en agresión al entorno. «La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado –dice el Papa–, se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, el agua, el aire y los seres vivientes». Al final, la cuestión es siempre la vieja pregunta sobre el sentido de todo. El universo es un ecosistema concebido para nuestra felicidad, y lo estamos destruyendo porque ni siquiera nos amamos a nosotros mismos. El verano es tiempo de belleza, que ella nos lleve a la pregunta sobre las cosas, porque si la pequeña belleza nos conduce a la Gran Belleza, tal vez podamos contribuir a que el mundo sea un lugar mejor.