José María Marco

El voto por edades: Jóvenes y populismo

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La carta que han recibido los electores para pedir el voto a Unidos Podemos va firmada por Esperanza, una joven española que se ha «exiliado» a Londres, víctima de los desmanes de la economía de su país. Sólo con eso, Esperanza y, con ella, la propaganda de UP, reconocen que una economía más abierta, más flexible, más transparente, más respetuosa con el orden liberal, crea más prosperidad, también para ellos. Y sin embargo, la joven exiliada va a respaldar a UP. Y con su voto habrá más paro, más inseguridad, menos prosperidad y, como es lógico, más desigualdad. Las principales víctimas, además de los mayores sin trabajo y los pensionistas, serán los jóvenes, a los que, a modo de consuelo, se les regalarán diplomas que no les servirán para nada. Todos, incluidos UP y sus Esperanzas, sabemos lo que va a ocurrir.

Y sin embargo, los jóvenes están listos para votar masivamente a UP. El voto joven (en particular entre los 18 y los 29 años) ha desertado los partidos clásicos, PP y PSOE, y se concentra en el todavía nuevo populismo neocomunista. A mayor edad, más se vuelcan los electores con los partidos tradicionales. Sólo C’s consigue salvar la homogeneidad del voto en todas las franjas.

El corte es tan tajante que permite hablar de un eje nuevo en el que primaría, más aún que las diferencias ideológicas o económicas, la diferencia de edad. Los jóvenes se oponen a los mayores, con un bloque de menores de 45 años que respalda a UP (3.381.067 votantes) y otro de mayores de 45 que respalda a PP-PSOE (8.306.361). ¿Qué ha ocurrido para que, por primera vez en la democracia española, se haya producido una brecha de este tipo?

Lo primero que hay que apuntar es que muy pocos percibimos esta realidad como algo sorprendente o excepcional. Desde hace años se viene abusando del eslogan de la regeneración. Y la regeneración preconiza el advenimiento de lo nuevo (y lo espontáneo, lo vital) frente a la caducidad de lo viejo (lo oficial, lo convencional, lo artificial). Todos los partidos, en particular los clásicos, se sumaron con entusiasmo a la «regeneración» de un sistema que había dejado de ser representativo. Pues bien, aquí está la regeneración.

La corrupción ha jugado un papel fundamental en el descrédito de los partidos tradicionales –y del sistema– entre los más jóvenes. Ha quedado la convicción, generalizada, de que no se han atacado de verdad sus motivos. No es del todo cierto, porque en estos cuatro últimos años se han tomado medidas que harán más difícil la repetición de casos como los que todos recordamos. Y sin embargo, tampoco es del todo falso, porque no se ha atajado la raíz del asunto, que es el exceso de intervencionismo político en zonas de la vida en las que no debería estar presente. Y es ahí donde se ceba el populismo con su propuesta de «democratizar» la democracia liberal. Todos sabemos que con eso sólo se conseguirá más corrupción, pero ante la incapacidad de los partidos tradicionales para aportar otra solución, ésta resulta atractiva.

En buena medida, se dice, el populismo neocomunista gana por incomparecencia de los partidos tradicionales. Es cierto, con algún matiz. Desde el centro derecha político, efectivamente, no se ha hecho un esfuerzo serio por ofrecer un marco distinto al que ha imperado en los últimos cuarenta años, ni en la cultura oficial ni en la enseñanza. En cambio, la izquierda ha cultivado el radicalismo con mimo. Los jóvenes son más manipulables que nunca, y nadie con autoridad política y moral defiende el sistema. (Otro tanto ocurre en todo el mundo desarrollado). ¿Qué se esperaba que saliera de todo esto cuando llegara una crisis?

La crisis ha tenido un papel fundamental, pero de forma un poco distinta a como a veces se piensa. Con ella han llegado problemas como el desempleo juvenil, el trabajo precario, la ruptura entre los incentivos y el trabajo, la competencia global. Son problemas nuevos que exigen soluciones políticas distintas a las aportadas hasta ahora. El corte es aún más brutal si se tiene en cuenta la mutación cultural que hemos vivido en los últimos 15 años, con el cambio en las costumbres y el nuevo horizonte de las identidades culturales, la revolución tecnológica, la información instantánea y universal y las redes sociales. La sensación –no del todo equivocada– de que estamos ya en un mundo nuevo se refuerza por la dificultad de los partidos tradicionales para ofrecer soluciones distintas a la restauración del orden anterior a la revolución, por así decirlo. Ahora bien, es ahí donde habrá que construir la alternativa al populismo.