Crítica de cine

Cannes se va de madre

Los rostros más famosos fueron los de «Kung Fu Panda 2» con Jolie, Hoffman y Black. Pero la intensidad emocional de la jornada la protagonizaron Tilda Swinton con «Tenemos que hablar de Kevin», y Gus Van Sant, autor de «Restless», dos películas sobre la familia.

076nac13fot1
076nac13fot1larazon

¿Un día para todos los públicos? A juzgar por el peluche que ha colonizado los photocalls de Cannes, podría decirse que sí. Pero además de «Kung Fu Panda 2», que se presentó en olor de multitudes en un acto paralelo al festival, dos películas abordaban los temas de la familia y la maternidad (la británica «Tenemos que hablar de Kevin», a concurso) y la relación de la adolescencia y la muerte («Restless», de Gus Van Sant, que inauguraba la sección «Una cierta mirada») redefiniendo el concepto de «película familiar». Repetimos: ¿para todos los públicos? No tanto.

En la rueda de prensa de «Kung Fu Panda 2» todo el mundo cumplió su papel. Angelina Jolie se vistió de rigurosa profesionalidad para convertirse en la madre que todos querríamos tener. Defendió la moraleja de la película de Jennifer Yu («No importa de dónde vengas, puedes conseguir lo que quieras, encontrar tu destino y saldar cuentas con tu pasado»), habló de sus hijos, se negó a opinar sobre Bin Laden y punto pelota. Mientras tanto, Dustin Hofmann y Jack Black hacían el payaso. El protagonista de «El graduado» gastó bromas sobre su edad, sobre si hubiera tenido más minutos de metraje dirigido por un hombre, sobre sus películas de animación favoritas («Bambi», por supuesto) o sobre encontrar la paz interior «siendo famoso, delante de todas estas cámaras y sentado al lado de Angelina». Black salió por peteneras, cantó a pleno pulmón y respondió sin perder la compostura a un periodista que preguntó por los problemas existenciales de los pandas. ¿Para todos los públicos? En absoluto: prohibido para menores.

Y mientras Angelina jugaba a ser la madre perfecta, Tilda Swinton hacía lo contrario: ponía toda la carne en el asador para ser una imperfecta, confusa y angustiada. «Ser padre es escribir una larga carta que nunca envías», afirmó ayer, tan rotunda como de costumbre. No por casualidad la novela de Lionel Shriver en que se basa «Tenemos que hablar de Kevin» es epistolar, aunque las cartas de una madre que quiere entender por qué su hijo ha cometido una masacre en su instituto se pierden en el correo, nadie puede recibirlas. Lynne Ramsey ha prescindido de ese torrencial monólogo interior para que las imágenes, y sólo las imágenes, sean el útero donde la culpa se alimenta hasta que llega la hora del parto, o de gestionar el duelo no por los muertos, sino por no haber sabido querer. Ése es el problema de esta, por otra parte, notable adaptación: que la ambigüedad de la novela, que nunca aclaraba si la maldad de Kevin (Ezra Miller) es fruto de una educación permisiva, de una maternidad incapaz o de una reencarnación diabólica, desaparece casi por completo. En la película Kevin es, simplemente, un monstruo.

Rojo violento
Parece que Lynne Ramsay («Ratcatcher», «Morvern Callar») sabe de lo que habla: «Mi madre y mi hermano tenían un relación complicada. No importaba lo mal que mi hermano la tratara: ella siempre buscaba su afecto». Por eso el rojo se transforma en el «leitmotiv» visual de los primeros minutos de la película, «porque la violencia de Kevin es la violencia del mundo». El rojo que late por detrás de la tristeza, el rojo que se desenfoca y estalla. Es un arranque abstracto, que define el tono estrictamente emocional de una película que, más que proyectarse, se derrama. «Tener una familia puede ser un asunto de lo más violento», admitió Swinton. «Para una madre la sensación de soledad y aislamiento puede ser muy intensa.

La idea de dar a luz a un ser humano que encarne esa violencia es terrorífica». Lo que sigue es el relato discontinuo, en dos tiempos, de una disolución: Eva intentando recuperar su vida, aplastada por una comunidad que la rechaza; y Eva soportando los llantos de su hijo, sosteniendo su agresivo silencio, conteniendo la ira ante sus desplantes, distanciándose de su condescendiente marido (John C. Reilly). Los mejores momentos de «Tenemos que hablar de Kevin» son los que describen el perverso vínculo entre una madre y un hijo: cuando Kevin encubre a Eva, que le ha roto un brazo sin querer, se establece una inquietante relación de vasallaje que subvierte la ley natural de los lazos de sangre. Y es en esa subversión donde dormita la parte más ominosa y perturbadora de una película que Swinton controla con guante de seda y mano de hierro. ¿Para todos los públicos? Lo dudo.

En el filme de Gus Van Sant las figuras maternas ocupan un segundo plano, porque lo que le interesa a «Restless» es la mirada de una adolescencia hechizada por la muerte. La historia de amor entre una enferma de cáncer (Mia Wasikowska) y un huérfano de padres (Henry Hopper, hijo de Dennis), que los perdió en un accidente de coche, podría tener un morboso aroma necrófilo: después de todo, él visita funerales de gente a la que no conoce, ella encuentra la paz para dibujar en los cementerios, y juntos se cuelan en una morgue. Pero la gravedad de «Elephant», «Last Days» y «Paranoid Park», que tenían algo de meditación funeraria o de relato espectral, se esfuma en «Restless». Pocos cineastas han sabido ponerse mejor en la piel de un adolescente que Van Sant, aunque en esta ocasión la desarmante ingenuidad de su punto de vista puede rozar la cursilería. Poco importa que el fantasma de un aviador japonés parezca poner la nota excéntrica: el conjunto es como un altar de gominolas y galletas saladas, erigido en honor de aquellos muertos que nos obligan a amar la vida.

Es obvio por qué Bryce Dallas Howard, principal instigadora del proyecto –fue ella quien animó a Jason Lew, amigo de sus años universitarios, a adaptar su obra de teatro–, pensó en Van Sant para dirigirlo. La cristalina transparencia de sus imágenes –firmadas al alimón con el gran Harris Savides– es perfecta para representar la fragilidad, a la vez serena y atolondrada, de este amor adolescente, y alguna de las secuencias de «Restless» –en especial una hermosa excursión nocturna por un bosque encantado por la luz de Halloween– demuestran su inquebrantable sensibilidad. Pero, por otro lado, la película nunca puede desprenderse de su dimensión de telefilme de enfermedades terminales o, en el mejor de los casos, de un episodio de «Dawson crece». Es un híbrido entre su cine más radical y su cine más convencional (el que empieza en «El indomable Will Hunting» y acaba en «Descubriendo a Forrester»), y en esa tierra de nadie Van Sant resuelve el encargo con tanta dignidad como ganas de gustar. ¿Para todos los públicos? Quizá sí.

El detalle. El cuerpo femenino
La cena de inauguración de Cannes anteayer, a la que la actriz china Gong Li acudió así de espectacular, precedió una jornada en la que La australiana «Sleeping Beauty» estrenó la competición confundiendo lo provocativo con lo pretencioso. La ópera prima de la escritora Julia Leigh parece tener algo que decir sobre el cuerpo femenino, dado que observa cómo una sonámbula Emily Browning lo utiliza como valor de cambio. El suyo es un cuerpo que se ofrece como mecánica fuerza de trabajo, como tenebroso objeto de estudio y como campo de experimentación sexual. Pero no, no hay discurso sobre el cuerpo: el obtuso desarrollo del personaje y la premeditada frialdad del conjunto lo impiden.