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Srebrenica: «La ONU permitió el genocidio para salvar a sus 400 cascos azules»

Mujo Buhic-Testigo
Mujo Buhic-Testigolarazon

LA RAZÓN habla con los supervivientes de la masacre serbobosnia de 1995 en la que fueron asesinados más de 8.000 hombres y niños musulmanes.

Hay lugares que duelen hondamente. Srebrenica es uno de ellos. La tragedia está impregnada en cada resquicio y en la memoria de los supervivientes, que cargan ya 20 años de un luto eterno. Parafraseando al austriaco Peter Handke, las historias que dejó Srebrenica tienen «que ver realmente con lo que no tiene nombre, con segundos de espanto para los que no hay lenguaje». A Mujo Buhic le saltan sus ojos verdes cuando recuerda que perdió a casi toda su familia. Hasan Hasanovi se muerde los labios para no quebrarse: él huyó por el bosque esquivando cadáveres y francotiradores, aunque su padre y su hermano gemelo no tuvieron igual suerte. Fadila Efendi agarra con fuerza su burka, para contener esa mezcla de rabia y dolor por haber perdido a su esposo e hijo. Los tres, musulmanes, víctimas y testigos en 1995 de la masacre de Srebrenica, al este de Bosnia-Herzegovina, la peor ocurrida en suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial.

Hasan, de 39 años y hablar pausado, es el único varón de su familia con vida. «Corría desesperado entre los árboles, en la noche, con sed y hambre. Quería vivir. Me duele cuando mi madre me mira fijamente: ella ve, además, a mi gemelo, Husein». Fadila tiene 60 años, manos grandes y la piel bronceada. Se salvó de las torturas y de morir por ser mujer, pero no de las violaciones. Todos los hombres bosnios a partir de los 16 años estaban condenados a muerte, aunque en la lista de víctimas hay también niños de once. Fadila acaricia la última imagen de Fejzo, su primogénito, cuando terminó el colegio. «Así sonreía siempre. Por fin lo pudimos enterrar hace dos años».

Pero han pasado 20 años y todavía faltan 2.000 bosnios por identificar o encontrar. Sólo con cuando se cuenta con el 70% del cadáver éste se puede sepultar, Y esto exclusivamente un día del año: cada 11 de julio,cuando el martirio regresa y con él también los exiliados para dar el último adiós a los suyos en el Cementerio-Memorial creado para honrar a las 8.372 víctimas de Srebrenica. Este 11 de julio se enterraron 136 víctimas. O, mejor dicho, lo que ha quedado de ellas. La identificación es una tarea cada vez más difícil porque se han encontrado huesos de una misma persona hasta en once fosas comunes distintas; los asesinos removieron con tractores los muertos, de un lugar a otro, para esconderlos y no dejar huellas.

A finales del siglo XX el mundo asistía, impasible, a una guerra transmitida en directo desde los Balcanes, en una entonces Yugoslavia multiétnica que se resquebrajaba a sangre y fuego. Se volvieron a escuchar palabras como asedio, refugiados, limpieza étnica, campos de concentración. Los bosnios eran los blancos de ataque, ya fueran musulmanes, ortodoxos, católicos o judíos. Las primeras líneas de fuego podían estar en la cola para recibir el agua, comprar el pan, en los mercados e incluso hospitales.

Srebrenica está rodeada de montañas, árboles y un trinar de pájaros incesante; atravesada por un río de aguas mansas y transparentes, y donde las huellas de la guerra, sin embargo, se ven en cada esquina: en las viviendas destruidas o vacías; en los ventanales rotos; en los hoteles abandonados, en las calles agujereadas y en los edificios mordidos por metralla. Ya nada queda del otrora valle turístico, hoy marcado por la barbarie.

Mujo, Hasan y Fadila renunciaron al miedo y –como el 30% de los supervivientes– volvieron a esta ciudad, ubicada a cuatro horas en autobús desde Sarajevo y a diez kilómetros de la frontera con Serbia. Los tres regresaron para sepultar a sus familiares y trabajar en el Memorial inaugurado en 2003. Mujo remueve con un rastrillo los pastizales. Hasan vigila que todo funcione bien y hace las veces de traductor del inglés al bosnio. Y Fadila vende bebidas y símbolos musulmanes en un modesto local, el único del lugar. Aquí se encuentran todos los días, en silencio, rodeados de las tumbas blancas musulmanas, en forma de mini obelisco, sin flores ni adornos. Todas registran el mismo mes y año del deceso: julio de 1995.

El 11 de julio ocuparon Srebrenica miles de soldados y paramilitares serbo-bosnios, al mando del general Ratko Mladic. Inmediatamente separaron a hombres y mujeres. A los primeros los llevaron a estadios, escuelas, coliseos y fábricas, donde los ataron, vendaron, torturaron y acribillaron. Luego, los enterraron en fosas comunes, entre el 12 y 19 de julio. Una operación sistemática y organizada. Lo que hasta entonces se denominaba limpieza étnica adquiría el rango de genocidio, y quedó registrado por las cámaras de la TV Serbia que acompañaban al general para mostrar solamente su visión del conflicto. Él cumplía órdenes de los entonces presidentes Slobodan Milosevic, de Serbia (fallecido en 2006 antes que concluyera el juicio en su contra), y Radovan Karadzic, de la naciente República Srpska. Todos los bosnios se creían a salvo en Srebrenica, una de las tres «zonas seguras» declaradas por la ONU en abril de 1993, un año después de que estallara la guerra en Sarajevo y se extendiera por toda Bosnia-Herzegovina, la exrepública yugoslava que reclamó su independencia. Ni el Ejército yugoslavo, ni Serbia ni la República Srpska (área de Bosnia dominada por los nacionalistas serbios) reconocieron al Gobierno legítimo de Sarajevo elegido en las urnas e iniciaron el sangriento ataque.

Hasta Srebrenica llegaron 60.000 refugiados bosnios, de mayoría musulmana, huyendo de los bombardeos. No había agua, alimentos, medicinas, energía eléctrica ni lugares para protegerse del frío en el invierno. «Pero estábamos vivos y con la ONU», dice, nostálgica, Fadila. «Todos querían llegar hasta este enclave reconocido», apunta, tajante, Hasan. Enclave, la palabra se escribe igual en varios idiomas y significa «territorio incluido en otro con diferentes características políticas y administrativas». El enclave resultó una ironía. Cuando los soldados y paramilitares serbo-bosnios llegaron, los habitantes corrieron desesperados hasta la sede de las Fuerzas de Protección de Naciones Unidas (Unprofor). Allí vivían 400 cascos azules de la ONU, todos holandeses. El edificio, hoy envejecido, destrozado y de paredes plagadas de grafitis, está a seis kilómetros del centro de Srebrenica, en un lugar llamado Potocari, justo donde ahora se levanta el Memorial. «La ONU accedió a la orden del general Mladic: entregó a los varones para que los liquidaran. La ONU permitió el genocidio para salvar la vida de sus 400 cascos azules. Mataron a 8.372 bosnios y también nuestra esperanza», recalca Hasan, con el ceño fruncido y los ojos húmedos. Por eso, uno de los grafitis de los resignados holandeses, en un cuarto de Unprofor, parece premonitorio: «UN, United Nothing (Nada Unidos)». Tampoco intervino la OTAN. Debido a la inmunidad, el personal de la ONU no ha sido ni será juzgado. De hecho, en 2013 el Tribunal Europeo de Derechos Humanos rechazó la demanda presentada por la Fundación Madres de Srebrenica contra los cascos azules, «porque la inmunidad de la ONU persigue un fin legítimo y es proporcionada».

Srebrenica se convirtió también en una suerte de trampa, sus condiciones geográficas complican un escape. Los hombres que pudieron salvar sus vidas eran ágiles en el bosque, como Mujo y Hasan, pero ambos no logran olvidar aquellas imágenes de cadáveres expuestos al intenso sol de verano en Bosnia. «Había muertos por doquier, era imposible contarlos». Para Fadila, «no hay nada peor que tener algo y perderlo». El tiempo no ha amainado el dolor. Las heridas no han cicatrizado 20 años después.

Hatidza Mehmedovic- La mujer que no pudo tener nietos

«Cuando se llevaron a mis hijos en 1995, también me mataron amí, de la forma más brutal. Esto no es vida, es tortura. Yo tenía mi familia y en un solo día me quedé sin ella. Jamás volveré a ser madre, nunca tendré nietos. He nacido y crecido en Srebrenica y aquí conocí la desgracia. En la sala de mi casa vi por última vez a mi esposo, Abdulá, y nuestros dos hijos, Azmir y Almir. Pienso en ellos todos los días, así como en mis otros 25 familiares y los miles de habitantes, entre ellos niños, salvajemente asesinados. ¿Por qué los mataron? ¿Por tener nombres diferentes? ¿Por ser musulmanes? Los delincuentes acabaron con todo lo que tenía, excepto mi orgullo. Me queda la dignidad para buscar la justicia y la verdad. Debo luchar para que esto no vuelva a ocurrir nunca más, y las futuras generaciones conozcan qué pasó. Regresé a Srebrenica en 2002, porque es mi ciudad, mi hogar, mi país; 20 años después, no todos los responsables de esta masacre han sido castigados.Está claro que las pruebas sobran, pero las acciones judiciales han sido lentas. Hay criminales aún libres. El odio serbio destruyó nuestro pueblo, nuestro corazón y las ganas de vivir.

No descansaré hasta que se encuentren a todos los culpables del genocidio. Y repito la palabra genocidio porque es algo que aún Serbia no admite como tal. Nadie nos protegió. Srebrenica es el símbolo del sufrimiento, del horror, y también de la vergüenza de la ONU y la comunidad internacional. Todas las convenciones y tratados de la ONU no han servido para nada. Aquí fueron violados todos los derechos humanos».

Hasn Hasanovic: Guía del memorial de Potocari

Un viajero que enseñó al mundo el testimonio de los supervivientes

«La vida no vuelve a ser la misma. Veo todos los días las mismas montañas por las que huí, llenas de cadáveres, donde quedaron para siempre mi padre, mi hermano gemelo, Husein; mis amigos, mis vecinos. Vivir en Srebrenica duele. Y mucho. Pero aquí también he aprendido que el mundo debe conocer lo que ocurrió para que esto no se vuelva a repetir. Nunca más un genocidio, nunca más un dolor como el de este pueblo. Como hablo bosnio, croata e inglés, he recorrido varios países, como Alemania, Francia e Inglaterra, acompañando a sobrevivientes como yo para traducir sus testimonios. Lo que tengo ahora será una misión eterna: que todo el mundo sepa lo que pasamos en un enclave dejado a su suerte por los cascos azules holandeses. A las víctimas no llega todavía la reparación. Faltan casi 2.000 cadáveres. Hay mujeres que no tienen un lugar para llorar a sus hijos, hermanos o esposos. Han pasado 20 años, ¿cuánto más se debe esperar? Lo peor es que la Justicia también ha ido lenta y este 2016 se pone fin al Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia. ¿Qué pasará después? Muchos de los perpetradores siguen viviendo aquí, en Srebrenica, un pueblo que sigue siendo pobre, abandonado, que sigue dolido. En este memorial contemplo las fotos atroces todos los días. También camino por estas tumbas. Y sí, hay una que más me duele: la de Husein, la de mi hermano. Éramos idénticos. Siempre estábamos juntos. Hacíamos todo juntos. Me duele haber sobrevivido, porque él no está conmigo. Mi testimonio, entonces, es también un homenaje a él. El mundo aún no comprende qué pasó en Bosnia y qué ocurre ahora aquí en República Srpska. Éste es un país extraño. Dos décadas no han sido suficientes para curar las heridas. Siguen completamente abiertas».

Mujo Buhic-Testigo: Dos meses caminando para llegar a Macedonia

Serbia se niega aceptar que en Srebrenica se perpetró un genocidio. El tema siempre anima el debate en la escena política internacional y sigue siendo un problema envenenado para las relaciones entre Serbia y Bosnia. A pesar de la demanda de quienes quieren recuperar parte de la vida que se quedó entre los valles, la historia todavía no ha revelado todos los secretos y muchos cadáveres siguen sin ser identificados. La masacre fue ya catalogada como una de las páginas más negras escritas en el continente europeo desde la segunda mitad del siglo XX, una herida que nunca sanará en la memoria de los familiares. Mujo tiene 52 años y surcos profundos en su piel. «Caminé durante dos meses enteros, hasta llegar a Macedonia. A día de hoy todavía me levanto en las noches, asustado, porque siento de nuevo el estremecer de los disparos». «Todos pensábamos que los cascos azules nos defenderían, que bajo su cuidado estaríamos seguros», remata Mujo. Y añade: «Vivimos una muerte lenta desde 1993. No teníamos ni lo básico, en cierta manera era una tragedia anunciada y nadie hizo nada para remediarlo». Un sabor amargo de asuntos pendientes en la reconstrucción de la antigua Yugoslavia.