Alfonso Ussía

«Burlington Arcade»

La Razón
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Se han cumplido cincuenta años desde que el doctor sudafricano Christian Barnard realizara en Ciudad del Cabo el primer trasplante de corazón. El paciente elegido se llamaba Louis Washkansky, y sobrevivió pocos días. Su organismo rechazó el corazón trasplantado. En España, el pionero fue el doctor Josep María Caralps, y ningún cirujano cardiovascular español le llamó para darle la enhorabuena. Perdón, pero no pretendo escribir ni de cirugía vascular ni de nuestra ancestral envidia. Si hace cincuenta años Barnard operó a Washkansky, se cumplen 48 desde que, en compañía de mis hermanos, me topé en las «Burlington Arcade» de Londres con la mujer del cirujano, Bárbara Zöellner. Y aquello sí que fue un acontecimiento jubiloso de primera magnitud.

Nuestros padres nos invitaron a un viaje familiar a Londres. Nos apuntamos ocho de los diez hermanos. Mi padre siempre elegía el hotel «Hyde Park», que tenía un «Smoke Room» de dulce de membrillo. Algo extraño sucedió. De los ocho, seis éramos varones y al día siguiente, muy de mañana nos desperdigamos para hacer nuestras compritas. Tiempos de censura cinematográfica en España. De ahí mi turbación cuando en un cine de la calle Piccadilly, vi que se anunciaba la proyección de una película titulada «Mimí, el Furor de la Playa».

Invertí diez chelines y me acomodé en la butaca. Eran las 10 de la mañana y el patio de butacas estaba casi vacío. La película no me decepcionó en absoluto. De cuando en cuando entraba algún espectador retrasado. Finalizada la exhibición de Mimí en la playa se encendieron las luces, y con gran sorpresa advertí que sólo habían asistido a la sesión matutina seis espectadores. A saber, el que escribe, y sus cinco hermanos, cada uno en una fila diferente y todos con la satisfacción dibujada en su rostro.

Recuperada la calle, reparamos en las «Burlington Arcade», que principian en Piccadilly y desembocan en «Savile Row», la calle de los grandes sastres, con clientes como Brummell, Eduardo VIII, Hiro Hito, Alfonso XIII, Sean Connery o el duque de Edimburgo. En las Burlington se suceden las joyerías y las tiendas de ropa masculina, preferentemente corbatas. Los seis hermanos mirábamos los escaparates para elegir jerseys y corbatas, cuando apareció ella. Surgió sin avisar de una joyería. Bárbara Zöelnner, la criatura más guapa del universo mundo. Vestía de negro. Ante semejante derroche de belleza y clase, los seis hermanos Ussía, sin consultarlo, nos desprendimos de nuestros abrigos –diciembre era–, y los depositamos en el suelo como alfombras improvisadas. Ella nos miró –creo que a mí con mayor intensidad que a mis hermanos–, nos sonrió –especialmente a quien esto redacta–, y pisó con un garbo y una clase insuperables nuestros abrigos. Culminado el homenaje, se volvió y nos lanzó un lejano beso de gratitud, beso que casualmente dirigió al lugar en el que yo me hallaba con los ojos como platos y la boca abierta. Hace 48 años conocí a Bárbara Zöelnner, la mujer de Christian Barnard, y aquello se me antojó mucho más importante que el trasplante de corazón de su marido, que al fin y al cabo tampoco fue para tanto porque el paciente dobló la servilleta días más tarde.

Mentiría como Rovira, es decir, como un bellaco, si escribo que aquel junco sudafricano me pidió las señas y el número de teléfono. De hacerlo, tendría que haberle proporcionado el de nuestra casa en Madrid porque no existían los móviles. Y ella, probablemente, pensó que era mejor olvidar el sucedido y retornar a Ciudad del Cabo con su esposo para hacer el amor mientras se hablaban en «afrikaans», que es la lengua menos apropiada para ello. Pero en fin...

Está bien que se celebre el 50º aniversario del primer trasplante de corazón. Me sumo al homenaje. Pero mi deber me impulsa a celebrar con más emoción el 48º aniversario del día en el que me topé con Bárbara Zöelnner en las «Burlington Arcade» de Londres. ¡Qué mujer, Cardenal Cisneros! ¡Qué mujer!