PSOE

El derecho a irse

La Razón
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A Joaquín Almunia muchos le han reprochado gestiones en Bruselas poco favorables a los intereses españoles desde sus altos comisionados en la Unión Europea, pero nadie le ha discutido nunca su elegancia al renunciar a la Secretaría General del PSOE. Con Derecho y Económicas y ampliación de estudios en Francia y Harvard, ministro con Felipe González de Trabajo y Administraciones Públicas, negociador inalterable, y además de Bilbao, era el caballo blanco para la transición socialista.

Felipe se presentó a las elecciones de 1996 muy desganado, con lapsus en plató ante José María Aznar y consciente de que la corrupción política había desgastado al PSOE hasta el tuétano con el fúnebre añadido de los GAL y la guerra sucia en las cloacas del Estado. Pesaban el 20,4 por ciento de parados, una deuda de 360.000 millones de euros, una inflación del 3,5 y haber perdido las europeas, las municipales y las autonómicas. Obtuvo 141 escaños frente a los 156 del PP, y pudo haber procurado alianzas parlamentarias que le permitieran gobernar en minoría, pero entendió, sabiamente, que su tiempo había acabado. Dejó las alianzas para José María Aznar y dejó su largo poder con galanura. Almunia no quería ir a La Moncloa y, con razón, se tenía por falto de carisma. A Felipe le costó Dios y ayuda convencerle y sin pretenderlo le introdujo en un tobogán político entre amargo y bufo. El ex ministro José Borrel, que según su esposa judía es bastante chulo, a más de inteligente, le ganó al secretario general Almunia unas imprevistas primarias para elegir al candidato del partido a la investidura, instaurándose una bicefalia bastante chusca en la que se suponía que Borrell daría voz a los proyectos de Almunia. Dijo Borrell que se había tirado a la piscina sin avisar a nadie sólo por ver si había agua. Y no la había. Primero Borrell, ingeniero aeronaútico no destaca por su oratoria, y Albert Boadella hubo de encerrarlo en el Ampurdán con Els Joglars para dotarle de mímica, expresión corporal y vocalización.

Pero la puñalada se la asestó una fracción guerrista que filtró a la prensa sus amistades con dos colaboradores e inspectores de Hacienda. Compradores los tres de masías en el Pirineo.

El asunto quedó jurídicamente en nada pero el daño estaba hecho y Borrell se apeó del caballo. Libre Almunia de la extravagante cualidad de ser el secretario general del candidato cometió el peor error de creer beneficiosa una alianza con los comunistas (muy parecido al traspiés de Pablo Iglesias) en el supuesto de que ambos sumaban. El bueno de Francisco Frutos, líder de Izquierda Unida y del PC, estaba lívido y afásico en el acto en que se anunció la coyunda. Perdió en 2000 125 escaños y dimitió públicamente la misma noche electoral. Un señor. Zapatero no dimitió. Su Comité Federal le forzó a acortar un año la legislatura, recortar en Cortes todas sus dádivas irresponsables desde el cheque bebé al buñuelo de viento del Plan de Empleo para Ayuntamientos, le pidió que no se presentara ni a diputado y redujo al mínimo su presencia electoral. Al contrario que en su partido, nunca tuvo conciencia de que el mundo atravesaba una crisis financiera internacional que aún subsiste en réplicas.

Pedro Sánchez, ese joven apuesto que no ha gestionado ni una mercería, ha sabido ganar tanto tiempo a costa del de los españoles, ha elevado el postureo al arte de Cúchares, ha llevado la gestualidad, física y verbal, a las tablas del teatro, que ha olvidado que el último derecho del hombre digno es el de marcharse. Caminito del palacete franquista de lo políticamente incorrecto colgaron un pasquín: «En el camino de El Pardo, a la vera de la Ermita, hay un cartel que así dice: maricón el que dimita».