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Escrito en la pared

La Razón
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Nací al comenzar la década de 1950 en Guernica, en Artecalle, la vía central sobre la que, antes y después del bombardeo del que ahora se conmemora su ochenta aniversario, se articulaba el espacio urbano de la villa vizcaína. Artecalle se había terminado de reconstruir por Regiones Devastadas hacía poco más de un año. Allí estaba el Ayuntamiento, en cuyo reloj seguí las horas durante los años de adolescencia, la plaza de los Fueros, en la que tiempo después se erigió una estatua en memoria de Don Tello, el Señor de Vizcaya fundador de la villa en 1366, la oficina de Correos y Telégrafos, los juzgados y naturalmente las casas de viviendas. Sin embargo, un poco más allá, en Azoquecalle y en Goiencalle, aún se erigían, arruinadas, las fachadas de algunas de las edificaciones destruidas por la Legión Cóndor y la Aviazione Legionaria en la tarde de aquel lunes 26 de abril de 1937. En aquel paisaje de devastación discurrió una buena parte de mis juegos de verano, cuando toda mi familia regresaba a Guernica una vez terminado el curso académico.

El bombardeo fue un ignominioso acto de guerra, con seguridad innecesario, que sometió a Guernica a una destrucción masiva mediante el empleo combinado de bombas explosivas de 250 kilos y de bombas incendiarias. Esos artefactos cayeron sobre 271 de los 492 edificios con los que contaba Guernica. Todo el centro de la villa y su extensión hacia la estación y las instalaciones de los Ferrocarriles Vascongados quedó completamente destruido o severamente dañado. Sin embargo, de aquel infierno se libraron, incólumes, la Casa de Juntas –que alberga el sagrado roble a cuya sombra se juraron los Fueros–, las fábricas –entre ellas, la de armas que años después heredaría Augusto Unceta, asesinado por ETA en 1977– y el puente de Rentería –el único objetivo de valor bélico, pues constituía el nexo de unión entre las dos márgenes de la ría de Mundaca–.

En Guernica se ensayó la guerra total y, en relación con ella, el bombardeo estratégico. De lo que se trataba era de destruir no sólo las bases materiales, sino la moral del enemigo, atacando a la población civil. Conmoción y espanto. Existían precedentes, como en el bombardeo de Kabul, en 1919, y en el de Samawak, en 1923, por los ingleses; o también en el empleo del arma aérea por el ejército español durante la guerra de Marruecos, como ha mostrado el profesor Muñoz Bolaños. Pero Guernica pasó a la Historia, por su simbolismo y su crueldad, tal vez porque Pablo Picasso inmortalizó el acontecimiento en el célebre cuadro que hoy se exhibe, tras muchos años en Nueva York, en el Museo Reina Sofía. Pero Guernica es todavía un enigma en cuanto a la verdad histórica, como cualquier lector de los dos libros editados con ocasión del aniversario –el de Muñoz Bolaños y el de Irujo– puede comprobar. Esa verdad está oculta en los documentos destruidos y en las pasiones políticas. Tal vez nunca llegará a aflorar.