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Guardería en la BBC

La Razón
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El pasado viernes, Robert E. Kelly, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Nacional de Punsan, en Corea del Sur, descubrió las virtudes virales. En apenas 40 segundos de entrevista con la BBC, de la que es colaborador frecuente, tuvo tiempo para que entraran en el despacho sus dos hijos, Marion, de cuatro años, y James, de ocho meses. Mientras los críos descalabraban la transmisión y Kelly tragaba saliva, su esposa, Kim Jeong-ah, acudió al rescate mediante un derrape digno del mejor Carlos Sainz. Minutos después, David Wadell, de la BBC, le escribía vía Twitter: «¡Qué bien ha manejado la interrupción, profesor! ¿Le importa que comparta este momento en las Noticias de la BBC?». «¿Qué quiere decir?», respondió el atribulado Kelly, afincado en Corea desde 2008 y todavía mareado por la colisión entre el deber periodístico y la avalancha de rorros, «¿Volver a darlo en BBC TV o sólo aquí en Twitter? ¿Es este el tipo de noticia que se vuelve viral y extravagante?». ¿Viral? No hombre, apenas decenas de millones de visitas, menciones en todas las cadenas y periódicos del mundo y una fama sólo posible en la edad del disparate instantáneo. Del tierno incidente sobresale la evidente dificultad que tiene trabajar en casa, pero sobre todo la pasmosa alegría con la que muchos arrancaron la máquina especulativa y el molinillo de lo políticamente correcto. Que si el profesor no se levantó porque estaba en gayumbos. Que si la coreana era la chacha y hay que ver cómo perpetúan la lacra colonial en el sudeste asiático estos malditos anglos. Sin olvidar el reproche de quienes denuncian malos tratos, que ya es denunciar, en el suave pero decidido gesto con que el que Kelly trata de espantar a la dulce Marion. Salir a la calle, después de atravesar el pasillo de las furias, saberse para siempre señalado, y sobrevivir y volver al plató de la BBC en la esperanza de que nadie le llame ogro, es el reto pendiente del profesor. No comprendió que la irrupción de los niños dulcificaba cualquier tropiezo y sigue sin entender cómo es posible que algunos, moralistas de baratillo que le no conocen, que ignoran todo de su vida, obra y milagros, tienen el cuajo de envolverlo en la mortaja del maltratador o el bicho imperialista. Parece mentira, tanta sapiencia en cuestiones librescas y semejante desconocimiento respecto a la naturaleza humana. Somos alternativamente timoratos y excesivos. Contemplamos a la gente con mirada de ofidio. Exigimos pruebas de santidad entre lamentos puritanos e invocaciones al odio. Oramos ante el altar de nuestras opiniones como los sacerdotes de una religión cruel y antigua, pero no dudamos en pasear a quien piensa distinto y mucho menos en sojuzgar conductas. Los niños amamantados en la teta digital, y sus padres, y sus abuelos, no son peores que los de hace doscientos años. Antes publicábamos libelos y quemábamos brujas, ahora nos conformamos con la vietnamita del tuit, el coro de anónimos y las ejecuciones virtuales. Bien mirado, hasta diría que hemos mejorado.